18 de julio de 2008

La mujer de mi vida



Yo me llamo Pedro y ella es Laura, y aunque en unas horas llevaremos sesenta y nueve días juntos, casi no sé nada de ella por extraño que parezca. Y no por no haber mostrado interés. Vaya si lo he mostrado, ¡desde el primer día que la vi! Sólo que las cosas siempre siguen sus propios derroteros y uno nunca puede prever qué sucederá.

La vi por primera vez en la parada de autobús del barrio. Era temprano, yo andaba medio dormido, enseguida llegó mi línea y sólo atiné a verla de refilón. De ese primer encuentro recuerdo una abundante cabellera pelirroja y unos preciosos ojos verdes.

Tengo treinta y siete años y pese a no ser mal parecido, al menos eso dicen mis compañeras de trabajo, rara vez mis escarceos amorosos han llegado más allá de una docena de citas. No sé, siempre hay algo que no acababa de cuajar y que impide que esas relaciones sean más duraderas.Sé que tengo una tendencia excesiva a hablar de mí mismo, pero claro esto resulta perfectamente comprensible si indico que hasta ahora todas las chicas con las que he salido han resultado demasiado poco habladoras. Para serles sincero, todo lo que supe de ellas lo averigüé en la primera cita. Luego pocas palabras más fui capaz de arrancarles.

Cómo decía, esa mañana un autobús me separó de la que yo presentí la mujer de mi vida. Y lo hizo porque normalmente suelo dormirme por las mañanas y consecuentemente llegar tarde al trabajo, para mosqueo de mi jefe, que yo creo lo hace adrede y me espera en la puerta de entrada para verme llegar y sermonearme con que a la próxima me expedienta me pone de patitas a la calle, que si esto, que si aquello... Y aunque soy un trabajador impecable y sé que la empresa no podría prescindir de mis servicios con facilidad, tengo que reconocer que a veces el jefe conseguía hacerme palidecer. Así que si alguna mañana, dios sabrá por qué, conseguía despertarme a la hora, ni la mujer más bella del mundo iba a impedirme llegar a tiempo al trabajo. Y eso pasó ese día, que por no hacer tarde a mi cita matutina sentí perder al amor de mi vida. Y una vez dentro de aquel transporte público sólo pude correr hacia la parte trasera y pegar mi cara contra su cristal para no perderme detalle, mientras irremisiblemente la necesidad de conservar mi empleo nos separaba para siempre.

He de indicarles también que suelo tomarme algunas cosas, sobre todo las relacionadas con el destino propio, muy a la tremenda por lo que si el autobús no hubiera ido hasta los topes de gente, juro que habría sacado el pañuelo para agitárselo en señal de despedida y para enjugarme una lagrimilla que me vi obligado a disimular como buenamente pude.

Llegué al trabajo de muy mal humor, a la hora, pero de muy mal humor. Pegué portazo y me encerré en mi despacho, signo inequívoco para mis compañeros de que ese día la falta de sueño había hecho merma en mi carácter jovial por naturaleza. A los veinte minutos de estar allí, sólo encontraba alivio en el recuerdo de mi cara pegada a aquel cristal y de su imagen emborronándose en la distancia.

A fin de tranquilizar mi espíritu decidí evocar de nuevo aquel momento arrimando la cara al cristal de mi ventana. Su tacto frío y suave me relajó hasta tal punto que me pareció verla de nuevo, allá abajo, apoyada en la marquesina de la parada de autobuses. Parpadeé varias veces para asegurarme que aquello no era un sueño y al abrir definitivamente los ojos pude convencerme de que ella estaba allí. Quise abrir la ventana y gritar para llamar su atención, pero por desgracia los ventanales de estas oficinas no se pueden abrir para evitar inoportunos suicidios del personal.Cuando me disponía a dar media vuelta para bajar raudo por las escaleras en su búsqueda, la “encantadora” secretaria del jefe reclamó mi presencia “ipso facto” en la sala de juntas. Abrí la boca, y la cerré, varias veces como un pez que intenta sobrevivir a una muerte inevitable. Y aunque inevitablemente mi fin no fue la muerte, sentí que ahora definitivamente me iba a quedar para vestir santos. ¡Por segunda vez se escapaba el amor de mis manos! Y no sería esa la última. Unas diez veces más mi mirada se cruzó con la de ella en algún punto de la ciudad. Un día incluso alcancé a oír a alguien pronunciar su nombre: Laura...

Así, visto lo visto, decidí salir en su busca. Para ello y según requería la ocasión −y ella no se merecía menos− me vestí con mis mejores galas.

Tengo que reconocer que cuando la encontré me costó animarme y dirigirle algo más que miradas. Estaba preciosa. Bajo la luz de aquella farola su pelo brillaba como un rubí. No mencionaré las emociones que me embargaron cuando sin obstáculos pude contemplar sus ojos verdes y sus labios carnosos. En cambio tengo que confesar que su vestimenta me sorprendió un tanto. Pero bueno, ya se sabe que la moda hay veces que resulta un poco extraña. Lucía unos vaqueros tan ajustados que se notaba a la perfección lo que había bajo aquella tela, y un diminuto sujetador plateado que apenas cubría la desnudez de su torso perfectamente bronceado. Me costó horrores retirar la mirada de esos senos tan perfectos, pero no quería que pensara que yo era uno de aquellos salidos que sólo busca sexo en su primera cita. No, no quería que ella pensara eso, porque ante todo yo la consideraba el amor de mi vida y la futura madre de mis hijos.

Finalmente me armé de valor, me planté frente a ella y sin dejar de mirarla a los ojos levanté la pesada maza que traía conmigo.

El ruido de los cristales haciéndose mil pedazos y cayendo al suelo fue ensordecedor. Debió despertarse medio barrio, pero sinceramente no me importó lo más mínimo, ya nada podría impedir que Laura fuera mía. La tomé con suavidad por la cintura y la invité a acompañarme en la desenfrenada carrera que emprendí hacia mi casa.

De eso hace ya sesenta y nueve días. Y aunque soy feliz a su lado, echo de menos saber más de ella. Es la mujer que amo, la mujer que elegí para traer al mundo a mis retoños y sé que nadie me obligó a ello, pero igual antes de dar ese paso, debería sentarme a su lado y con un poco de firmeza instarla a contarme más cosas sobre ella. ¿No creen?

17 de julio de 2008

Nana



Nana viste toda de negro. Su pelo, negro. Los zapatos, negros. Hasta el tirante de la enagua que asoma por el escote de su vestido negro es negro. Sólo el rubor de las mejillas y el blanco de su piel rompen esa monotonía de color.

—Cuarenta y ocho años son muchos años. Siempre pensé que yo sería la primera.

Son las primeras palabras que salen de su boca desde que abandonamos la estación. La miro, sin disimulos, abiertamente. Sus ojos se nublan. Desvío la mirada. A Nana no le gusta que la vean llorar.

Nana habla con la mirada fija en un punto de su pasado que yo desconozco. Habla y juguetea con el cierre del bolso que descansa en su regazo. Ese bolso que me encanta registrar, desde niña, en busca de caramelos. Y de repente la veo corriendo tras de mí por los campos de naranjos, con un vaso de leche tibia en la mano. Que diferente se ve de aquella mujer, a pesar de la lucidez que no la abandona, de su cabellos sin canas.

— Lo conocí aquí. Yo estaba de vacaciones con mis abuelos. Él era amigo de mi tío y venía casi todos los días a la casa. Pasaban horas sentados en el salón hablando de política. Yo hacía compañía a mi abuela, siempre con un libro en la mano, siempre con la cabeza puesta en lo que haría al terminar mis estudios. Durante ese tiempo no demostró por mí mayor interés que el de tenerme como compañera de cartas en las tardes de lluvia. Y yo, yo tampoco le presté mayor atención: mi corazón aún no tenía edad para el amor y él…, él era demasiado alto para mí.

Nana se gira hacia mí y sonríe. No puedo evitar una exclamación de sorpresa. Sabe lo que estoy pensando. Arquea sus cejas en un gesto divertido y su cara recobra por un instante la juventud de antaño. ¿Qué ha sido de aquella mujer chiquita, vivaracha, de energía inagotable que se peleaba constantemente conmigo por la comida? Sólo sus ojos parecen no haber envejecido.

— Días antes de mi regreso me invitó al cine. Pensé que lo hacía más por deferencia a mi tío que por interés hacia mí. Y así se lo hice saber. Y él no dijo nada. Era el primer hombre con el que salía sola de paseo. Ya sabes, entonces no era como ahora. Fue divertido.
Días después, en la estación, al disponerme a subir al tren que me llevaría a casa, me preguntó si podía escribirme. Mientras me ponía de puntillas para depositar un beso en su mejilla, le dije que sí.

Nana calla. Sus manos juegan con la alianza que baila en sus ahora consumidos dedos. La de él cuelga de la cadenita que lleva en el cuello.

— Intercambiamos muchas cartas. En ellas contaba cómo iban las cosas por su ciudad; ni una sola palabra que hiciera entrever sus sentimientos hacia mí. Y yo, yo le hablaba de mi deseo de convertirme en una mujer de negocios. Si la abuela no hubiera enfermado nunca nos hubiéramos vuelto a ver.
El día que la enterramos me pidió en matrimonio. Mi corazón dio un vuelco, toda yo temblaba. ¿Cómo era posible descubrirse así de repente? Aún hoy no lo entiendo...
Lo he querido como pocas veces se quiere en la vida. Él me amaba y me entendía como nadie y ahora… ahora no sé que hacer sin él.

Nana se lleva la mano al cuello y agarra con fuerza la alianza que pende de él. Sus ojos se enturbian y las lágrimas caen sin control sobre su alma.

14 de julio de 2008

Mentiras compulsivas

Psicopatía: anomalía psíquica por obra de la cual, a pesar de la integridad de las funciones perceptivas y mentales, se halla patológicamente alterada la conducta social del individuo que la padece.


Si yo dijera que soy un escritor famoso, que tengo más de un centenar de libros publicados, que una vez al mes acudo a una cena literaria en la que mi compañero de mesa es Elizondo, ¿me creeríais? ¿Me creeríais si os dijera que soy redactor en la revista Rolling y que mi última entrevista, hace una semana, fue al mismísimo Sinatra? ¿Por qué entonces creéis a otros? ¿Será porque ellos se sientan junto a Paco Ignacio Taibo II, porque entrevistan a Bono, porque son Directores en una multinacional farmacéutica? ¿Será porque esas situaciones sí pueden corresponder a una realidad? ¿Radica ahí el quid de creer unas mentiras sí y unas mentiras no?

Tal vez debiera presentarme. Me llamo Gabriel Azuela de La Torre e investigo comportamientos "anormales" en la red; comportamientos que bajo ciertos supuestos pueden considerarse peligrosos.

En dos semanas se cumplirá mi décimo aniversario en este entramado. Así creo poder decir que conozco mucho de mucho y mucho de muchos. Yo que siempre había sido reticente a navegar sin rumbo, a los dimes y diretes sin ver la cara del prójimo (y no hablo de una fotografía), aquí me tenéis, asiduo discontinuo (que no enganchado y dependiente) a esta charchia de bytes y megabytes, y ahora, más sorprendido que nunca por los últimos "descubrimientos" en este colosal territorio de rimas y leyendas, de conspiraciones, mitos, ficciones, quimeras, supersticiones, patrañas e invenciones. En resumidas cuentas, de verdades y mentiras.

Y, ¿cuánto de verdad y cuánto de mentira hay de nosotros mismos en esta mundanal trampa a la que pocos escapan? ¿Muchas verdades y pocas mentiras? ¿Muchas mentiras y pocas verdades? Ahí me temo que muchas mentiras y pocas verdades. Y poco pasaría sí esas mentiras no fueran más allá de un simple: "soy domador de felinos", "contrabandista de diamantes", "bucanero", "piloto de Fórmula Uno", pero existe un largo etcétera a esas invenciones que lleva hasta la expresión más repulsiva de las mentiras, de las mentiras patológicas: la psicopatía.

La red es como una amena conversación que las horas y el consumo excesivo llevan a la decadencia; una amena tertulia que se va apagando paulatinamente, una plática en la que los tertulianos acaban abandonando posiciones, poniéndose al descubierto, perdiendo el pudor, bajando la guardia, cometiendo errores. Y es entonces cuando todas las cosas feas quedan al descubierto, y yo entro en acción.


Continuará...

11 de julio de 2008

La casa de muñecas

Siendo yo pequeña, mi padre compró una enorme bola de cristal en cuyo interior se alojaba la casa en miniatura más bonita que yo había visto jamás. Puesta a buen recaudo, lejos de mis torpes manos, en lo alto de un estante de la biblioteca, no se me permitía tocarla.

Cuando el sol que penetraba a través de las vidrieras rozaba su superficie resplandecía en miles de destellos multicolores, por eso no era extraño encontrarme encaramada de puntillas en lo alto de una silla con los ojos fijos en ella. Así pasaba tardes enteras, mirándola hipnotizada, intentando descubrir algún nuevo detalle que hasta ese momento me hubiese pasado desapercibido y suspirando porque llegara pronto el día en que pudiera tenerla entre mis manos.

Era una preciosa casa de ladrillo rojo y techumbres negras, con diminutas ventanas a través de las cuales se divisaban estancias ricamente engalanadas. Rojos, amarillos, negros, dorados, verdes, azules. Ningún color parecía faltar en su interior. Sólo una de las habitaciones estaba sumida en la oscuridad más absoluta. Por más que forzaba mis ojos no alcanzaba a distinguir nada. Y no era sólo por la falta de luz: a veces tenía la impresión de que una densa nube de polvo era lo que me impedía ver más allá de sus cristales.


Una tarde, al entrar en la biblioteca la vi sobre la mesa y sin pensarlo la tomé entre mis manos. El frío contacto del vidrio me sorprendió. De tanto observarla la había imaginado cálida. La apreté contra mi pecho y corrí a esconderme detrás de una de las pesadas cortinas que cubrían los ventanales. Sólo cuando mi corazón dejó de palpitar tan fuerte que me retumbaban los oídos, me sentí con ánimos para bajar los ojos y mirarla. ¡Qué bonita era! Mil veces más bonita de lo que parecía sobre aquel estante. La giré y la giré entre mis manos durante un buen rato, hasta que un pequeño rayo de sol iluminó una de las ventanas de la parte alta. Un rayito de sol que por un instante pareció dotar de vida a un minúsculo rincón de aquella estancia. Pero no alcancé a ver más: la bola resbaló entre mis manos y fue a estrellarse contra el suelo partiéndose en mil pedazos. Mi corazón se paró, mis pulmones dejaron de tomar aire y un sepulcral silencio lo envolvió todo. De la parte alta de la casa desprovista de su protección cristalina se escapaba una densa nube de polvo…

Cuando me aventuré a abrir los ojos tras el desastre la oscuridad era total en la biblioteca. Tenía que recoger todos los fragmentos y ocultarlos antes de que alguien los viera. Separé con cuidado las cortinas, asomé la cabeza para cerciorarme de que estaba sola y fue entonces cuando reparé en la tenue luz que iluminaba uno de los rincones de la sala. Muerta de curiosidad, me acerqué descubriendo con asombro que ésta procedía del interior de una enorme casa de muñecas.

¡No podía creerme lo que estaba viendo! Cerré los ojos, conté hasta diez, volví a abrirlos y... ¡la casa era igualita a la de la bola de cristal…!, sólo que por sus ventanales podía ver con claridad lo que en la otra apenas divisaba: estancias ricamente decoradas, suelos cubiertos de alfombras, techos de madera, lámparas de cristal, colosales puertas de tiradores metálicos, chimeneas de mármol y una majestuosa escalera por la que se accedía a la parte superior de la casa. Pero no todo estaba iluminado, una habitación en la parte alta se encontraba a oscuras, ni una pizquita de luz se escapaba por sus ventanas. Pegué mi nariz a una de ellas con la esperanza de poder distinguir algo, pero nada, no se veía absolutamente nada. Quizá con una linterna… Recordaba haber visto una en la cocina, pero no iba a ser yo la que fuera hasta allí a buscarla. Igual en alguno de los cajones del escritorio de mi padre, aunque tendría que buscarla a oscuras. No podía dar la luz de la biblioteca. Si descubrían que había roto su preciado tesoro, me castigaría de por vida.
No me hizo demasiada gracia tener que buscar a tientas, tropezar o tirar algo hubiera sido igual que ponerme a gritar: ¡estoy en la biblioteca y he roto la bola de cristal de papá!

Por desgracia en los cajones sólo encontré papeles. No me quedaba más remedio que armarme de valor y salir en su busca. Abrí la puerta sigilosamente. No había moros en la costa. De puntillas, intentando no hacer ruido me dirigí a la cocina; dentro trajinaba mi abuela. Tenía que pensar algo...

− Nona, necesito una linterna, se me ha caído una cosa debajo del sofá de la biblioteca y no la veo, ¿sabes dónde la guarda mamá?

Me la dio sin decir nada, pero en el momento en que me daba la vuelta para marcharme me preguntó:

− ¿En la biblioteca? ¿Y qué haces tú en la biblioteca?

¡Mira que decirle que estaba en la biblioteca! ¡Menuda ocurrencia la mía!

− Nada −contesté y con la linterna bien sujeta corrí junto a la casa de muñecas. Me arrodillé, apunté hacia ella y… la linterna no se encendió. Aquello era increíble. Tanto arriesgarme para nada.
De repente un haz de luz se proyectó contra el fondo de la biblioteca. ¡Funcionaba! Con cuidado lo dirigí hacia la ventana que quedaba justo frente a mí. No conseguir ver nada. Una a una recorrí sus ventanas pero tampoco pude distinguir nada. Cuando ya había perdido toda esperanza un pequeño rayo de luz iluminó un rincón de la estancia. Allí, una niña arrodillada en el suelo alumbraba con una linterna una preciosa casa de muñecas.

8 de julio de 2008

Trucco, Paco, Floppy y Bimbo


Aquella mañana cuando escuché la voz de mi secretaria diciendo: “Señor Robles, su hijo por la línea dos”, ni por asomo imaginaba lo que en breve acontecería en mi vida.
— Papi —me dijo nada más ponerme al teléfono— me voy con mami a comprar el pajarito que me prometiste. Carlitos me ha dicho que en el Centro Comercial hay una tienda enooooooorme de animales. Trucco se viene con nosotros.
Trucco era mi pequeño yorkshire.

El pajarito, bautizado con el nombre de Paco, acabó convertido en un mastodonte de aproximadamente cinco kilos, plumaje castaño, enorme cresta roja y pico certero, que corría a sus anchas por la casa, cantaba por las mañanas y aprovechaba la menor oportunidad para tirar picotazo a mis tobillos y dejar muestrecitas de su buena digestión por todas partes; además de perseguir a mi pobre Trucco, con intenciones no demasiado honestas, hasta que finalmente Trucco concluyó que si quería evitar ser inseminado por el gallo tendría que pasar el resto de sus días escondido bajo el sofá.

Aguanté estoicamente la situación durante semanas pero la animadversión entre Paco y yo llegó a tal extremo que amenacé a mi mujer con usarlo para hacer caldo si no se deshacía de él. Unos días después mi secretaria me sacaba de nuevo de mi rutina con su “Señor Robles, su mujer por la dos.”
— Cariño, he estado hablando con tu hijo y consiente que regalemos a Paco si le dejas comprarse una nueva mascota.
Como ustedes comprenderán la sola idea de perder a ese pajarraco asesino y obseso de mi vista me hizo aceptar de inmediato, sin pararme a pensar, y por tanto, sin preguntarle eso de: “Regalárselo, ¿a quién? ¿Quién narices va a querer un bicho como ése de animal de compañía?” Así que esa tarde, al llegar a casa, me encontré con Floppy, un conejo “enano”, que acabó abultando el triple que Trucco y que por alguna extraña razón se enamoró del gallo Paco, que lamentablemente, tal y como yo temía, continuó formando parte de nuestra familia. Así, Floppy perseguía a Paco y Paco perseguía a Trucco, que víctima de un continuo ataque de nervios no sólo pasaba los días escondido bajo del sofá, sino que cuando se veía obligado a salir atenazado por el hambre cualquier ruido a sus espaldas era suficiente para hacerle pegar un salto digno del mejor saltimbanqui. ¡El pobre se estaba quedando calvo con tantas persecuciones y muestras de amor desenfrenado!

Incapaz de soportar esa situación ni un minuto más, reuní a mi mujer y a mi hijo y les dije que ya podían ir buscando a alguien dispuesto a hacerse cargo de Paco y de Floppy o un día de éstos de segundo comeríamos pollo y conejo. Pero de nada sirvieron mis amenazas. Semanas después seguíamos siendo familia numerosa: ninguno de nuestros conocidos parecía dispuesto a adoptar a un gallo cantarín que confundía perros con gallinas ni a un conejo que prefería gallos antes que lindas conejitas.

Esta mañana recibí una llamada de mi hijo.
— ¡Papi, papi, no te vas a creer lo que me ha pasado! Cuando vengas te lo cuento.

Me dio tan mala espina que salí disparado hacia casa. En cuanto abrí la puerta, Trucco salió despavorido corriendo hacia al jardín, perseguido por Paco y éste a su vez por un Floppy completamente mojado. Detrás venía mi hijo.
— ¡Papi, no te lo vas a creer! Mira lo que me encontré esta mañana al levantar la tapa del retrete. ¿Puedo quedármela, verdad?

Bimbo es nuestra nueva mascota, una piraña de tamaño descomunal y afilados dientecillos que, no contenta con devorar el alimento que expresamente adquirimos para ella, salta sobre nuestro conejo cada que vez que éste, siguiendo el rastro de Paco que hipnotizado corre detrás de Trucco, pasa cerca de su pecera.

7 de julio de 2008

Días de sol abrasador


Días de sol abrasador dijeron los meteorólogos. Días de sol, de calor, de todo lo que hace insoportable respirar y vivir a un ser humano.
Una masa de aire caliente procedente de las zonas desérticas del planeta: esa era la única explicación que los expertos daban a una población que, incapaz de soportar ni un segundo más la situación, entregaba sus primeras víctimas.
Una gigantesca bolsa de aire tórrido que se había extendido sobre nuestras cabezas como una epidemia, invadiéndolo todo, sin dejar un solo rincón por cubrir con su espeluznante aliento.

Si bien la Tierra era, desde hacía años, un mundo azotado por largos periodos de sequía las temperaturas se habían mantenido dentro de unos límites perfectamente soportables.
Cuando los termómetros empezaron su ascenso pensamos que aquello era cuestión de días, pero cuando los días dieron paso a semanas y éstas a meses, la población se desmoronó. Se agotaron todos los remedios y artilugios ideados para paliar el calor y se disparó el gasto eléctrico. Desde los gobiernos se lanzaron llamadas para un 'consumo contenido y racional de la energía' pero la población hizo caso omiso. Resultaba increíble que a pesar del alto nivel de desarrollo tecnológico que habíamos alcanzado no estuviéramos preparados para hacer frente a esos niveles de demanda. Los cortes en el suministro eléctrico se repitieron a lo largo de los días. Semanas después, a éstos se sumaron cortes en el suministro de agua. Nuestras principales reservas estaban bajo mínimos.

Las calles quedaron desiertas. Casi nadie se atrevía a salir de día. Sólo los que aún disponían de vehículos acondicionados se aventuraban a pasear por la ciudad. El resto esperaba a la caída del sol para ir en busca de lo necesario para cubrir las necesidades más básicas.
Cuando las temperaturas nocturnas empezaron a superar los cuarenta grados las salidas de la población se redujeron. Las noches eran insoportables. Ya no era posible ni conciliar el sueño.

Los hospitales se vieron desbordados por una población que se deshidrataba y sufría todo tipo de colapsos. Los pirómanos aprovecharon la situación para quemar las preciadas reservas vegetales que quedaban en el planeta. Miles de hectáreas de bosques perecieron víctimas de las llamas. Poblaciones enteras fueron arrasadas. Las pérdidas materiales y humanas fueron en pocos días incalculables. Los actos de pillaje no tardaron en producirse. El planeta entero se vio sumido en el caos más absoluto.

Un buen día dejó de ser noticia el calor que nos asfixiaba. Las grandes masas de agua del planeta le robaron todo el protagonismo. Los medios se hicieron eco de las altas temperaturas que estaban alcanzando mares y océanos. Ya no se hablaba de otra cosa. La noticia ahora era el elevado calor ambiental que sumado a ese incremento en la temperatura del agua, traería tarde o temprano lluvia. Una lluvia que refrescaría ese ambiente calcinado, polvoriento y carente ya de muchas forma de vida. ¡Al fin un atisbo de esperanza!


Lo que entonces no sabíamos es que la lluvia jamás sería preferible a ese calor abrasador…

2 de julio de 2008

NEOs


De un manotazo silenció contra el suelo el insistente pitido que provenía de un lado de la cama. Se agitó incómodo intentando sacudirse los efluvios de alcohol que desprendía su cuerpo y los oscuros pensamientos que invadían su cabeza, pero de poco le valieron sus esfuerzos, los breves períodos de lucidez que a veces aún tenía no servían sino para recordarle que no había vuelta atrás.

Todo comenzó con aquel asteroide...


− La amenaza −

Un ángel exterminador en trayectoria directa hacia la Tierra.
Diámetro diez veces superior al del asteroide causante de la extinción de los dinosaurios sesenta y cinco millones de años atrás.

− NEOs −


Los responsables de los programas de protección contra NEOs, objetos en órbita cercanos a la Tierra susceptibles de chocar con ella, no fueron conscientes de la verdadera dimensión del peligro hasta que fue demasiado tarde. Errores garrafales en los primero cálculos de la trayectoria descartaron el impacto directo. Los ánimos de la población se calmaron y la alerta inicial dio pasa a la expectación y ésta casi al olvido.

Semanas después, un comunicado hacía pública la imposibilidad de evitar el choque. Tiempo estimado para ello: siete meses y un día.


Ante la certeza de una muerte segura, el caos y la desesperación se adueñaron del planeta Tierra. Desde las colonias las cosas se vieron de otro modo.


− Las colonias −




Níobe, Atenea, Esparta, Minerva y Rea. Situadas a unos escasos cientos de miles de kilómetros de Marte, fueron el primer y único éxito de los numerosos intentos realizados por colonizar el espacio exterior. La inviabilidad para unos, incapacidad para otros, de establecer asentamientos humanos sobre otras superficies planetarias hizo que finalmente los expertos dirigieran sus esfuerzos a crear estos planetas artificiales en medio de la nada, a imagen y semejanza de las estaciones espaciales, sólo que a gran escala y con el deseo de que en un futuro próximo pudieran autoabastecerse.

Todos los que en su día partimos hacia las diferentes colonias lo hicimos voluntariamente y en respuesta a promesas que una vez allí distaron mucho de la realidad.

Concebidas como inmensas esferas acristaladas que en su interior recreaban a la perfección ambientes terrícolas pretendías ser un paraíso. Pero tanta perfección resultó insoportable: todo era demasiado artificial. Las estructuras que nos alojaban, la vegetación que se desarrollaba, la comida que nos proporcionaban, incluso nuestro comportamiento era en exceso artificial. Resultaba difícil comportarse con normalidad una vez fuimos conscientes de nuestra fragilidad. Un solo fallo en la infraestructura alojada bajo nuestros pies y de un plumazo seríamos borrados del universo. Nadie tendría tiempo de venir en nuestro auxilio. Éramos meras marionetas en manos de otros.

− El anuncio −

En nuestro décimo año de vida en las esferas se hizo pública la amenaza que se cernía sobre la Tierra. Una mezcla de horror y alivio recorrió nuestros cuerpos. Por primera vez en muchos años nos alegrábamos de encontrarnos tan lejos de casa y del peligro.

− Solos −

Dos meses después del impacto perdíamos de vista el último de los fragmentos en que quedó dividida la Tierra. Sólo entonces comenzamos a ser conscientes de nuestra verdadera suerte. Allí en mitad de la nada, con pocos recursos almacenados, incapaces aún de ser autosuficientes nuestro final se presentaba próximo. Encerrados en aquellas esferas nuestro final se nos revelaba aún más trágico, largo y doloroso que el de los habitantes de la Tierra.

− Hacia el fin −

Sumido en la desesperación de un final ineludible se dejó llevar, como otros muchos, por la desidia y el alcohol. Era la única forma de sobrellevar el final.Esta mañana, una vez más, aquel insistente pitido vino a interrumpir sus sueños etílicos. Como siempre, se agitó incómodo en la cama, intentando sacudirse los recuerdos que le embargaban. Al tiempo las sirenas defensivas comenzaron a sonar y a lo lejos alguien gritó: ¡Nave a la vista…!

Imagina



Imagina por un instante este espacio iluminado por la tenue luz de unas velas situadas en el centro de cada una de sus mesas. Imagina la música, que dejó de escucharse hace horas, una melodía embriagadora, y las conversaciones a media voz rotas sólo por el tintineo de hielos en el interior de algunos vasos. Imagina aquel rincón, a resguardo de toda mirada, ocupado por dos amantes que se besan mientras sus manos emprenden la búsqueda del cuerpo que ansían bajo las ropas. Ahora, cierra los ojos e imagina que eres tú quien está ahí.

Claudia gira sobre sí misma para no perder detalle de la magia que llena hasta el último de los rincones. Sus ojos no dan crédito. Ahora entiende por qué Daniel había insistido tanto en sus últimas llamadas... Pequeñas mesas de madera y metal de forma octogonal, tapices, guadamecíes, biombos con bellas estampas impresas, un par de armarios laqueados, relojes de caja, tallas policromadas dispuestas sobre capiteles a media altura, retratos de época, espejos venecianos, vidrieras emplomadas, butacas tapizadas en terciopelo púrpura..., y en el centro, colgada de la cúpula abierta en la cubierta de más de cinco metros de altura, suspendida sobre una espectacular fuente de mármol verde guatemala, una gigantesca araña de cristal.


Andrés da una nueva calada a su cigarrillo, lo mira con desprecio y lo lanza a través del ventanal situado frente a él. Sentado a una mesa repleta de vasos vacíos y pitillos a medio consumir, la incandescencia aún prendida en uno de los extremos lo atrae y no puede resistirse a seguir con la mirada el arco perfecto que describe antes de desaparecer de su vista. Sabe que está demasiado borracho, pero no le importa. Se encoge de hombros y esboza media sonrisa burlona que refleja en la colección de vasos que ha amontonado. Sonríe al tiempo que siente que su estado de ánimo combina a la perfección con aquel lugar tan lleno de cosas de otros tiempos.


Alba, unas mesas más allá, manosea sin cesar el montón de papeles esparcidos frente a ella. Es incapaz de dar crédito a la cantidad de textos incompletos que ha acumulado. Ideas inconclusas, perdidas en el laberinto de su mente y que no han encontrado una salida. Necesita volver a escribir. Ser capaz de llenar una hoja en blanco con algo más que ideas burdas y baratas. Levanta la vista y una cara allí presente se le antoja familiar.


Mario pulsa con suavidad las teclas del piano. La partitura abierta frente a él es un mero objeto decorativo. Otro más en aquel lugar tan extraño. Se sabe la melodía de memoria. No puede ser de otro modo. Las veces interpretada le han llevado a ello. Los pentagramas, sus notas, están impresos en cada uno de los dedos que mueve al ejecutarla. Toca mientras sus ojos juegan con los destellos que la enorme lámpara, que pende de la cúpula, refleja en el agua que cae de la fuente.


Julia, sentada en un rincón, a resguardo de muchas miradas, recuerda la primera vez que pisó el invernadero de la Casa Señorial, el día que comenzó a soñar con hacerlo suyo, a imaginar en qué podría convertirlo. Su aspecto entonces, aunque lamentable, difícilmente ensombrecía la majestuosidad de la construcción que en otra época, a todas luces, debió ser esplendorosa. Orientado al sur, parte de su estructura ejecutada íntegramente en hierro fundido y cristal, estaba oculta tras la fachada principal de La Casa. Las paredes, inmensas y transparentes vidrieras, sostenidas por columnas de hierro sobre las que descansaba una descomunal bóveda de cristal, encargada antaño de cobijar las especies de mayor envergadura y que ahora albergaba una monumental fuente esculpida en mármol, estaban en un lamentable estado.
Desde niña había fantaseado con dar otro tipo de vida a ese lugar. Imaginar, soñar y convertir sueños en realidades, era su trabajo. Y ahora que su último deseo vio la luz, siente que parte de ese espíritu impregna el ambiente y a cada uno de los visitantes que hoy tiene su Invernadero.


Claudia observa a los presentes, ve caras conocidas, entre ellas le gustaría haber encontrado la de Daniel, pero sabe que es imposible. Daniel..., Daniel y ese lugar que tantas veces visitaron de niños. El lugar que dio cobijo a su primer amor de adolescencia, en el que soñaron con unir sus vidas. Luego la vida los llevó por otros derroteros, a Daniel a una muerte prematura, a ella a sustituir su amor por otros que no la hicieron olvidarlo. Un empujón la saca de su ensimismamiento. Un hombre alto, atractivo y muy borracho ha chocado contra ella. La bebida que lleva en la mano cae sobre su ropa al tiempo que una sonrisa boba, pintada de efluvios alcohólicos, adorna su cara. Una torpe disculpa le revela una voz encantadora.


Andrés se levanta de la mesa a duras penas. Con él un par de vasos y un montón de colillas caen al suelo. La mujer sentada unas mesas más allá, esa que no para de manosear un montón de papeles, lo mira y él le sonríe. Le sonríe y se ríe de sí mismo. No sabe cómo puede ir esbozando sonrisas, a diestro y siniestro, cuando se siente tan rematadamente jodido. Hace meses que no le publican nada. Camina con un cigarro encendido en la boca, un vaso repleto de whisky en la otra. Siente fija en su espalda una mirada. Se gira y ve a una mujer morena, vestida de negro, con el cabello recogido en una cola que cae sobre su pecho, sentada en un lugar casi en penumbra. Le parece muy bella, da unos pasos sin mirar, algo se interpone en su camino, el contenido del vaso cae sobre su camisa, se gira y sólo es capaz de musitar una torpe disculpa. Frente a él, Claudia no puede evitar una pequeña exclamación de sorpresa.


Alba no ha perdido detalle de aquel hombre desde que se ha levantado de la mesa. Abre su bolso y saca un pequeño libro, lo gira y allí, perdida entre un montón de letras está su cara. Duda por un instante si levantarse a pedirle un autógrafo, duda el tiempo suficiente para ver cómo el hombre se gira y se queda mirando a la mujer que ocupa una diminuta mesa cerca de la barra. Ella es la forastera que pasó sus veranos de infancia en la Casa Señorial y que adquirió el Invernadero cuando estaba a punto de ser derruido. Es entonces cuando su memoria regresa a su niñez, cuando recuerda a aquella niña con coletas y su mente por primera vez en mucho tiempo se pone a trabajar en una historia con principio y fin.


Mario no puede evitar mirar al hombre que, absorta la mirada en la dueña del local, camina de espaldas hacia la mujer de cabello rojo y rizado que contempla embobada el recinto, junto a la fuente. En el sobresalto de su choque, la propietaria del Invernadero queda al alcance de su vista. Es una mujer bella, mucho, también callada. No han intercambiado demasiadas palabras, las justas para su contratación. Ella casi nunca está en el local, pasa las horas en el despacho que hay al fondo, junto a la barra. La mira y siente un irreprimible deseo de ir hacia ella. Deseo que acalla por hoy tocando una nueva melodía e imaginando cómo será su primer encuentro.


Julia fija su atención, primero en el hombre que tambaleante se dirige hacia la fuente, después en el pianista. Lo contrató hace meses porque le pareció un crimen dejar aquel fabuloso Steinway callado eternamente. Ella a duras penas sí sabía tocarlo. Algunos retazos de melodías aprendidas en su infancia. En cambio él ejecutaba las piezas con tal pasión y maestría que muchas noches, encerrada en su despacho, tenía que dejar lo que estaba haciendo porque no conseguía centrarse en otra cosa que no fuera la música. Tal vez, sólo tal vez, podría pedirle que... Y con esa idea, dándole vueltas en la cabeza, se dirige hacia él.

Cuestión de tiempo



El desaliento y la angustia me han obligado a detener la marcha y buscar un punto de apoyo olvidando por unos instantes las bajas temperaturas que castigan la metrópoli estos días. Hoy todos hablan de lo mismo pero sólo yo creo haber comprendido el verdadero significado de ese suceso.

Hallado sin vida el cuerpo de Jeremías Creen
Guardias de la Prisión de Alta Seguridad de Avalons encontraron anoche, en su celda, el cuerpo sin vida de Jeremías Creen. El cadáver presentaba, al menos, una veintena de heridas de arma blanca. Creen cumplía cadena perpetua por el asesinato de su esposa, Katrina, ocurrido quince años antes …


… Jeremías y Katrina fueron los primeros humanos en someterse al revolucionario tratamiento estético conocido por los ciudadanos de a pie como Transplante de Cerebros.
La primera vez que la humanidad oyó hablar de esta novedosa técnica fue en el año I del Tercer Milenio cuando un equipo de investigadores de Dreamsmakers hizo públicos los resultados de sus trabajos sobre transplante de cerebros en primates. Con ellos Dreamsmakers estaba ofreciendo al mundo mucho más que la posibilidad de alargar una esperanza de vida que por aquel entonces superaba los ciento cincuenta años, estaba ofreciendo una nueva vida.
Sólo las dificultades para conseguir voluntarios que, en vida, donaran sus cuerpos a la ciencia, les obligaron a posponer la experimentación en humanos hasta el año IV. Jeremías y Katrina fueron los primeros en asumir los riesgos que implicaba dicha intervención. Contaban entonces con ochenta y cinco años.
Dos semanas de preparativos y veinticuatro horas de intervención les permitieron rejuvenecer sesenta años. Ahora habitaban en cuerpos de veinticinco, jóvenes, tersos y vigorosos, en la plenitud de la vida; ahora tenían por delante más de un siglo de existencia. Tres años después Katrina fue hallada muerta en su casa por su marido. Tenía el cuerpo cosido a puñaladas.

La prensa sensacionalista del momento, adelantándose a acontecimientos posteriores, adjudicó inmediatamente la autoría del delito a su marido. Un mes después, Jeremías pasaba a disposición judicial como principal sospechoso del asesinato de su esposa, y aunque siempre proclamó su inocencia, el juicio acabó con un veredicto de culpabilidad y su encarcelamiento. Yo fui su abogado durante los seis meses que duró el juicio…


…Anoche, unas cuantas horas después de que me comunicaran su muerte, tuve mi primera pesadilla. Una pesadilla en la que no era yo el que soñaba. Una pesadilla dominada por el verdadero dueño de mi actual cuerpo. Una pesadilla en la que intentaba liberarse de mi dominio, de recuperar lo que era suyo, y aunque conseguí despertar a tiempo, una imagen persiste con fuerza en mi memoria: el brillo de un cuchillo.


Hoy todos hablan de lo mismo pero sólo yo creo haber comprendido el verdadero significado del suceso. Ahora sé que aquel hombre con cuerpo de niño y esencia de anciano no mentía al gritar su inocencia. Para mi desesperación ahora sé que sólo es cuestión de tiempo.