24 de diciembre de 2009

El arte de bañar a un gato



Ingredientes indispensables

- un gato
- una bañera
- agua tibia
- jabón líquido neutro
- un grifo con alcachofa
- toallas
- un secador de pelo
- un voluntario para bañar al gato
- varios espectadores
 


Yo tuve un gato; cruce de simés y persa, gris atigrado, ojos de búho y enorme inteligencia. Llegó a casa un frío mes de Noviembre y era tan chiquitín que mi padre lo trajo escondido en un bolsillo de su chaqueta. Con ese minúsculo tamaño nada nos hacía presagiar que se convertiría en todo un espécimen, de nada más ni nada menos que trece kilos.

Le puse Misissippi porque me pareció que su diminutivo, Missi, era de tintes gatunos.

Pero este relato versa sobre el arte de bañar a un gato. Y no me refiero a la sana costumbre que tienen de lamerse con el fin de asearse. Hablo de bañar con agua y jabón a un gato.

Mi madre puso en práctica esa sana costumbre (al menos para los humanos), el segundo año que estuvo en casa el gato, justo unos días antes de marcharnos de vacaciones. El plan establecido por ella fue: Veterinario, revisión, vacunas de rigor y baño en toda regla.  Asi que, cuando aquella tarde, al volver del veterinario, nos dijo muy seria que iba a bañar al gato, todos la miramos como, si a pesar de su juventud, hubiera perdido la chaveta.

¡Dónde había oído ella que a los gatos les gustara el agua! Hasta Missi la miró con cara de flipado. Claro que en cuanto vio la determinación en sus ojos, adoptó una postura de resignación, que año tras año sacaba a relucir el mes que nos íbamos de vacaciones. Él sabía que ese mes no se escapaba del chapuzón, así que paseaba por la casa como alma en pena, pero sólo cuando alguno de nosotros andaba cerca.

De nada sirvieron nuestras protestas ni las de Missi. Se armó con jabón y toalla y se dirigió con él en brazos hacia el baño.  Los demás corrimos como locos tras ella. No queríamos perdernos el espectáculo de ver a Missi escapar de sus melosos abrazos a la menor oportunidad.

Pero hasta en eso fue todo un señor.

Ya con la bañera llena con un palmo de agua tibia, mi madre lo dejó caer con mimo. Todos cerramos los ojos y los oídos en espera de la gran hecatombe. Silencio. Silencio. Nada más que silencio, durante unos segundos que nos parecieron una eternidad. Y de repente, un chapoteo en el agua y la voz de mi madre que decía: "Ves tonto, ¿ves como no pasa nada?"

Abrimos primero un ojo, luego el otro y la visión de aquel espectáculo fue algo que ninguno de nosotros olvidará. Allí estaba Missi espatarrado en el fondo de la bañera, cubierto por millones de pompas de jabón, disfrutando como un marrano en un charco con barro.

Tras el masaje jabonoso, llegó el momento del enjuague y aquello pareció gustarle más que el enjabonamiento. Allí estaba él con la cola bien pita y las orejas apuntando hacia el firmamento, mientras mi madre con delicadeza procedía a devolverle su apariencia inicial.

El proceso de secado fue algo más complicado y para él fue necesario el uso de un secador de mano. Pero eso ya es otra historia.

4 de diciembre de 2009

SѤptiѤmbrѤ


San Carlos

I
La ciudad en la que nacimos, San Carlos, no era una gran ciudad pero tampoco podía afirmarse que fuese pequeña. Tenía ferrocarril y eso, para nosotros, era lo suficientemente notable como para pensar en ella sino como en una ciudad magna, al menos, sí importante. El único inconveniente era que sólo tenía tren de un lado. Un tren que, mirando el andén de frente, siempre llegaba por la derecha y siempre por la derecha se perdía en la lejanía camino de Santa Clara. Nunca llegó por la izquierda ni se marchó por allí, y no por no tener vía sino porque la que había no llevaba a ningún lado.

II
San Carlos se construyó a imagen y semejanza de los primeros villorrios que se levantaron en la región: madera, madera, polvo y más polvo. Sólo en dos ocasiones se usó la piedra: en la Casa de Dios y en sus Sepulcros. Así San Carlos se convirtió en una ciudad con una Iglesia un tanto extraña, por la piedra, pero también por las figuras que flanqueaban sus portones y ventanas. Formas que, permítame decirlo, en vez de invitar a la oración disuadían de ella, por eso no era extraño ver a los fieles santiguarse tres veces antes de franquear su entrada.

III
Obviando la curiosidad de su tren —y tal vez de su Iglesia—, el otro elemento interesante de San Carlos era que la mayor parte de sus pobladores descendían de un séquito de novicius desterrados del viejo mundo. Estos, antes de ser aprendices de freires, fueron castrenses que antes de luchar en la Última Gran Guerra vivieron prisioneros.
Expatriados por su condición de antiguos penados y apelando a su formación militar, los enviaron a estas tierras, custodiando insignes señores que vinieron en busca de mejor fortuna y un proyecto de futuro.

IV
En cuanto al ramal de vía inutilizado, contaban los viejos de San Carlos que finalizaba en algún punto de Los Páramos: una extensión de terreno tan oscura como infinita. Nadie en San Carlos, ni los descendientes directos de los más feroces novicius, se había aventurado jamás al interior del llano. Todo la información que circulaba era pura habladuría cargada de contradicciones. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto de verdad había en las historias que se habían transmitido de padres a hijos. Nadie sabía cuánto era resultado de una imaginación alentada por los dibujos de un pergamino descubierto años ha bajo el sagrario de la Iglesia, cuánto resultado de nuestros propios miedos ante la visión de aquellos terrenos de colores y presencia siniestros.

V
Ni siquiera yo en aquella época habría podido contarle algo diferente de aquel monstruoso terreno, sólo lo que sus propios ojos hubieran alcanzado a ver, y eso que animado por el oscurantismo y las ambigüedades que circulaban sobre Los Páramos, pasé muchas tardes sentado bajo sol, sobre aquella derivación inconclusa, mirando a poniente, y elucubrando cómo serían en realidad aquel dichoso lugar, carcomiéndome de curiosidad. Sólo la visión del tórrido horizonte me hizo desistir de la idea de adentrarme siquiera unos kilómetros más allá. No sabría decirle por qué, aunque quizá si mira ahora a nuestro alrededor y ve lo que yo veo pueda entender que ese infinito ocre me provocara una inmensa atracción y al tiempo un escalofrío similar al que debe producir la visión de un infierno dantesco.

VI
Un edén inmerso en un averno…


Extracto de "SѤptiѤmbrѤ" de Raquel Blasco

21 de septiembre de 2009

Abra kadabra


Mientras dormían el dinosaurio aprovechó para dar tres pases mágicos. Ya nunca jamás podrían decir que cuando despertaron él seguía ahí.

17 de septiembre de 2009

El de Monterroso

Seguía ahí cuando abrió los ojos, así que decidió cerrarlos de nuevo. Estaba visto que aquella era la única manera de conseguir que despareciera el pinche dinosuario.

Madre



Madre...
He regresado al pueblo, después de tantos años, de pensar que nunca volvería. Tal vez por eso me siento extraño, tal vez porque nada está como lo recuerdo. Ni el río, ni las casas, ni siquiera los rostros que se cruzan conmigo son los que dejé. Hasta la iglesia se me antoja diferente, más chica, como si el agua que ha caído en mi ausencia hubiera encogido sus losas. Ni tan siquiera su campana repica como antaño, cuando llamaba a misa a la viejas, a las beatas y santurrones de este lugar.

No me he atrevido a ir a la casa de Anselmo, aunque me prometí hacerlo si regresaba. ¿Qué decirle? En cambio, sí me acerqué a la nuestra. Madre…, ¿qué sucedió…?


**
Un viento desapacible recorre la plaza en remolino, levanta las hojas del otoño y el polvo de las calles. Huele a noche cerrada, a pisadas que cantan el tecolote, y el pueblo estalla en alaridos. Siento su miedo, sus pasos desorientados que acaban convertidos en una carrera de dolor. Gritan mi nombre y mi razón se nubla.

Veo a Anselmo. Pasea nervioso, sin dejar de frotarse las manos, de recomponerse el nudo del corbatín que parece ahogarle. A su lado, algunos del pueblo, compañeros de siempre.

La señal de peligro sigue balanceándose en el aire, en el recuerdo del grito que llevaba mi nombre, en la cara de todos ellos, en la noche negro azabache que se niega a abandonarme.

Siento a Padre a mis espaldas. Huelo a flores marchitas, a madera vieja, a piedras marmóreas. Siento la humedad de la tierra sobre mi cara.



Madre…

He debido caminar en el recuerdo hasta la casa de Anselmo, iluminada. La de Padre, la nuestra, permanece a oscuras, con los pórticos cerrados y las contraventanas. ¿Qué fue de ustedes…?


**
El pueblo se proyecta como una sombra sobre el mismo. Un aire desapacible mueve las ramas de los árboles, vuela las pocas hojas que cuelgan secas, remueve el polvo de esta tierra árida que se adhiere a la garganta.

Oigo pisadas que abandonan la casa de Anselmo y crecen hacia la nuestra. Escucho su voz, madre, su negativa. Siento su miedo y sus pasos desorientados que acaban convertidos en una carrera de dolor. Grita mi nombre y un destello plateado atraviesa el torso de un hombre escondido en una callejuela.


**
Anselmo no deja de recomponerse el nudo de la corbata que parece ahogarle. A su lado, los del pueblo, compañeros de juegos hasta que los ideales nos truncaron. Sé a padre a mis espaldas, aunque no puedo verlo. A usted, madre desconsolada, llorar sobre mi féretro.

14 de septiembre de 2009

Envidias a la moda

Escandalosa, además de indecente, se le antojaba la nueva pilinguis del barrio. Melena atigrada (por el desgastado panocho de bote y por el volumen creado a base de enmarañar el cabello con un peine al que le faltaban seis púas), pantys de rejilla plateá (que exhibían agujeros de todos los tamaños), cinturón de escasa anchura que hacía las veces de falda y, para rematar, un body de lentejuelas, sin mangas, que aprisionaba inmisericorde sus enormes protuberancias delanteras.

¡Escandalosa e indecente, sí señor! Porque... ¡¿Dónde se había visto a un puta con bodys de cuello alto?!

11 de septiembre de 2009

Equilibrismos

Que en el suelo se encuentra el final es algo en lo que Ginebra no había pensado mientras tonteaba con Lancelot en el alfeizar de la ventana.
Arturo no se tragó que sólo intentaban orientar bien la antena parabólica.

22 de julio de 2009

Wampyr XXIII, “El Oscurecido”

Suspendido, boca abajo, del alféizar de la ventana más alta de su castillo mordisqueaba con ahínco la penúltima de sus afiladas uñas incapaz de hallar solución al grave problema que mancharía la impoluta carrera de los ilustres de su familia. En cuanto le dijera a su padre lo que no podría ser en la vida lo iba a convertir en polvo en menos que cantaba un gallo, sin usar siquiera una maloliente ristra de ajos. Sería la deshonra de una alcurnia que se perdía en el inicio de los tiempos y que no avanzaría más allá de esa noche.

Amarilleaba su rostro bajo la luna plena cuando una luz, de otra naturaleza, iluminó su entendimiento. Con las migajas de su última uña vació las cuencas de sus ojos mientras esbozaba una sonrisa triunfal: Jamás volvería a desmayarse cuando las víctimas de sus mordeduras empezaran a sangrar. ¡Al fin sería el orgullo de lo suyos!

26 de junio de 2009

Asuntos de familia

Cuando Gea convirtió las eternas jornadas de placer, prometidas a Urano, en familia numerosa, éste, incapaz de dar crédito al lío en que se había metido, prometió no dejarse embaucar, ni una vez más, por las malas artes de su esposa.

Gea, furiosa, convenció a Cronos, el más pequeño de sus varones, para que la ayudara a derrocar a su consorte. Cronos, como recompensa, recibió el trono y a su hermana Rhea, con la que tuvo algunos hijos con finales un tanto nutritivos.

De acabar convertido en primer plato sólo se libró el último de sus vástagos, Zeus, que, a buen recaudo, creció ideando el modo de hacerse con el dominio del Monte Olimpo.

25 de junio de 2009

Ultima voluntad

Abrieron su nicho, después el féretro y tomando todos y cada uno de sus huesos los introdujeron en una maloliente bolsa de plástico que arrojaron al fondo de su sepultura.
Unas horas más tarde, y no contentos con haberlo dejado hecho un ovillo, lo apachurraron contra la pared del fondo con un nuevo ataúd. Dentro estaba su mujer.

Si hubiera sabido que pasaría esto cuando pidió que los sepultaran juntos…

Mini Ficción Es

En la corte de Camelot

Arturo, a instancias de Mordred, irrumpe en los aposentos de la reina para descubrirla frente a Lancelot, sobre el alfeizar de una ventana, en postura poco decorosa.
Conocedora de que eso podría significar su muerte, Ginebra exclama: “¡No insista Lancelot, no nos conocemos lo suficiente como para almorzar juntos!”


Excesos

Cronos, impaciente, mordisqueaba una ramita de apio. Era su primer pecado desde que Asclepio le diagnosticara, hacía poco más de nueve meses, sobrepeso provocado por una alimentación rica en ácidos grasos. Aunque, en verdad, no podía precisar si la causa de su desazón era la ramita en cuestión o el retoño que en breve pensaba llevarse a la boca.


Víctima inocente

Tomó tanto impulso antes de lanzar el puño hacia su contrario que dejó K.O. a uno de los espectadores de la primera fila.


Muerte infusa

De pequeño gustaba de mirar la luna y poner cabezas de escarabajo a las lagartijas. Cuando aquellas travesuras le aburrieron especuló con la idea de llegar a ser algún día un eminente cirujano.

Una oscura mañana de enero decidió comprobar la creencia que había crecido con él. Preparó el instrumental, los sedantes y, en aquella habitación iluminada por su infantil luna llena, se puso manos a la obra. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando trepanó el cráneo, otro cuando, valiéndose de aquel agujero como punto de inicio, puso en marcha la sierrecilla eléctrica con la que levantó literalmente la tapa de los sesos.

Lo encontraron en el suelo con un rictus de decepción en su cara. La sangre aún manaba de su difunto talento.


Enigma

El vacío que reina en el interior de la decrépita mansión amplifica la estridente risa, mientras los lugareños, atrincherados en sus jacales, se estremecen de terror. Una risa que se balancea en el aire al tiempo que su emplumado autor se recrea, orgulloso de sí mismo, en el placer repetitivo de los primeros sonidos pronunciados.


Sorpresa

Cuando el seductor tuvo, al fin, acceso al deseado tesoro que ella escondía entre sus muslos, se quedó petrificado.
Días atrás, Gorgona Medusa decidió poner fin a su maldición escondiendo aquella maraña de serpientes, y su cabeza, entre las piernas.


De risas y risas

Voltea, se mira al espejo y lanza una risita apenas audible. Frunce el ceño y se aleja. Unos pasos más allá se detiene, gira, pone pose y observa con detenimiento su reflejo en la pulida superficie. Mantiene la postura, sonríe con timidez, sus ojos se iluminan, la sonrisa pierde vergüenza, se aclara la garganta y…

Y pensar que hace un instante, un rostro sin rastro de arrugas a cambio de reír como hiena, no le pareció tan mal negocio.


Y los sueños… ¿Sueños son?

Sonrió, al despertar, tras una noche increíble de viajes intergalácticos, descubrimiento de nuevos planetas, encuentros con otras civilizaciones.

No vería los titulares de prensa que llenaron los kioscos aquel día: "Astronauta y nave espacial se pierden en el espacio. Nuevo fracaso en la Conquista del Universo". Perdido en el espacio nunca podría gritar al mundo que había conquistado el infinito.


Haute couture

Centenares de ángeles aguardaban expectantes mientras Yahvé se preguntaba cómo se había dejado convencer. Cuando se abrió el telón y seis arcángeles minifalderos, con escotes de vértigo, medias de seda y zapatos de tacón se dirigieron contoneándose hacia Él, comprendió su error. La gota que colmó el vaso: ver a la multitud jaleando a Sealtiel que vestido de novia cerraba el desfile lanzando pétalos de rosa.


Trick or treat?

Se propuso conseguir golosinas y bizcochitos a cualquier precio.
Vestida de repelente niña Monster aporreó con descaro la puerta de la casa de su primera víctima pero sus voluptuosas curvas de mujer resultaron difíciles de disimular bajo aquel minúsculo traje.


Ficción máxima

Desoyendo las palabras de aviso manuscritas en la portada, abrió el libro.

Primero escuchó un leve tintineo. A continuación, las ventanas de su cuarto se abrieron de golpe y un par de patos atravesaron cual flechas la estancia, succionados por el libro. Tras ellos, el caniche del quinto, un banco del parque, dos niños sentados en un pony de feria, una silla de barbero —cliente incluido— y su madre, con cara de espanto, gritando algo que le sonó a reprimenda seguida de amenazas de castigo.

Para cuando quiso reaccionar, el mundo entero había pasado ante sus ojos y él volaba también rumbo al espacio exterior.

23 de junio de 2009

Bombero

Una promesa es una promesa

A dos amigos de mi memoria



Aquel desván acumulaba recuerdos como motas de polvo anegaban sus dominios. Una existencia infinita le había permitido atesorar tantos inservibles, que cuando me aventuré en él, siendo apenas una niña, sus penumbras, su olor, sus sonoros silencios, lo que permanecía oculto, me cautivaron.


Era raro el día que no lo visitaba. Al principio con miedo, no fuera que alguna de las pequeñas criaturas que lo habitaban saliera a darme la bienvenida sin previo aviso, luego con tanta impaciencia por averiguar qué me depararía la nueva visita que ni un fantasma habría sido capaz de hacerme desistir en mi empeño por descubrir qué escondía: lo visible y lo invisible, lo que se palpaba o lo que uno se imaginaba.


Una tarde, a la hora de la siesta (que yo nunca hacía, porque me parecía una soberana pérdida de tiempo), aprovechando el silencio en que quedaba sumida la casa ,subí aen busca de algo con que jugar, algo que rescatar del olvido. Entre montones de papeles descubrí una maravillosa historia de amor.


Nunca pude averiguar si fue verdad.



"Lo decidí el día de mi quince cumpleaños.

Yo lo que quería era ser bombero, bombero para apagar incendios, bombero para lo que haga falta, pero sobre todo para apagar fuegos, de los de verdad (con llama) y los de su corazón (sin llama, pero que a mí me causaban más respeto y atracción que los anteriores).

¿Recuerda cuando con mi guitarra al hombro, camino de algún paraje tranquilo en el que dar rienda suelta a mis sentidos, me crucé con vos?

Es verdad que siempre pensé que yo la vi primero, pero también es verdad que nunca he dejado de pensar si sería vos quien me vio primero, porque no hay forma de recordar si en cuanto la miré nos miramos o en cuanto me miró nos miramos. Eso, eso fue lo único que se me escapó, todo lo demás lo llevo guardado en mi corazón, sobre todo cómo supo sonreír bajando la mirada para hacer que me enamorara de vos y entonces decidí que yo lo que tenía que ser era bombero, para apagar su fuego.

Sólo habían pasado cinco minutos y ya nos habíamos visto tantas veces...

Pero quiso el azar que al final yo no fuera bombero, a pesar de mi deseo. Y que nuestro enamoramiento no acabara en casamiento en aquel momento.

Quiso el azar que yo fuera pateador de pelotas y que por mis pies tuviera que salir de su vida, aunque nunca la olvidé y en la distancia la soñaba.

Y tiempo después fue también el azar, el que nos unió y nos separó, el que de nuevo me hizo desear ser bombero, porque yo lo que siempre quise ser fue bombero.

Y usted de nuevo ante mí, toda de negro, como de incógnito, como si con ese color pretendiera que no la viera. Pero la delataron sus ojos, su mirada, la misma que cuando la miré y nos miramos por primera vez o me miró y nos miramos por primera vez (ya le dije antes que nunca conseguí que ese recuerdo me quedara claro).

Usted algunos años más tarde de que yo la abandonara por culpa de unas pelotas y de unas circunstancias que me arrastraron tan lejos que le perdí la pista, pero sin olvidarla. Y todo por culpa de unas pelotas que de nuevo me llevaron ante usted y de nuevo me hicieron desear ser bombero.

Ya sé que no tenía la obligación de ir y usted tampoco. Fue el azar. Yo pensando, tranquilo, no vaya a ser que la espante o lo que es peor que le atice por no haber sido al final bombero. Yo pensando, ¿tranquilo?, ¡un cuerno!, pero manteniendo la compostura. No quería que pensara que lo de patear pelotas me había convertido en un histérico. En un ser solitario puede y falto del cariño que un día soñé, pero no en un “histérico descontrolado” que ya en edad madura pegaba saltos frente a usted para llamar su atención. Porque fue su sola visión lo que me hizo saltar de ese modo, a pesar de los años pasados y vividos. Porque fue su presencia la que me hizo desear de nuevo ser bombero y como ahora a mis años ya no había peligro de que otras pelotas se interpusieran entre nosotros decidí aventurarme y preguntar, aún a riesgo de que usted me atizara, por mi desplante y por mi desvergüenza.

Y aceptó y nos casamos y no fue un error (como un loco dijo que sería). Ni siquiera hubo divorcio, ni tampoco hijos, no porque no quisiéramos, si no porque a nuestros años eso ya no era tarea fácil.

Y yo te recuerdo, de negro y con sabor a mate y a “biscochitos”.

Y yo te recuerdo cuando deseaba ser bombero y cuando tú aceptaste, aunque al final nunca llegara a ser bombero."

8 de enero de 2009

Lady Laura

Lady Laura
abrázame fuerte
lady Laura
y cuéntame un cuento
lady Laura
un beso otra vez
lady Laura


Pancho despierta, como todas las mañanas, con los ojos fijos en el techo por el que corren las primeras luces de la mañana. Claroscuros que se cuelan por las contraventanas que protegen los enormes ventanales de la estancia. Ventanales siempre abiertos, abiertos para que entre la brisa marina, para que la habitación se inunde con aromas de sal.

La casa se escucha en silencio. Un par de horas más y se llenará de ruidos, también de otros olores. Olor a pan, a café, a bacón y a huevos..., a su perfume. Pancho ladea la cabeza hacia el rumor de las olas que alcanzan la playa que se extiende a los pies de la casa. Una casa de piedra y madera, pintada de blanco inmaculado: contraste perfecto con el intenso azul que siempre viste el cielo. Unos minutos más y se levantará, cambiará su pijama por unos diminutos shorts para salir corriendo por uno de los miradores rumbo a las dunas más cercanas al agua, aquellas impregnadas por la humedad de las mareas.

La mañana se siente fresca. Pancho continúa en la cama, boca arriba. Ahora, con la mirada perdida en el infinito tras los batientes, imagina, en el celeste que se destila por sus rendijas, un día repleto de éxitos para sus construcciones de arena y agua. Tal vez hoy levante una enorme fortaleza, un gigantesco castillo con torres y almenas, con un foso repleto de agua. Sonríe. Sonríe y piensa en el pequeño león de poblada melena que aún se distingue en la arena, en el barco varado en tierra, devorado por aquella ola que llegó más lejos que las otras y que por un instante lo devolvió a la mar.

La manija de la puerta gira. Un dulce aroma invade la estancia y abre las contraventanas. El olor a sal se intensifica. La brisa vuela por la habitación. Pancho sonríe impaciente. Ya casi es la hora.

El olor dulzón se dirige hacia él. Pancho, nervioso, abraza los diminutos pantalones que cuelgan del cabezal de su cama. Ya es la hora.

Aferrado con fuerza a su ropa de juego Pancho se deja llevar por unos brazos firmes, suaves y perfumados. Los mismos que todos los días lo sacan de esa cama y lo visten para dejarlo con mimo al pie de la colina donde se levanta la casa, a resguardo de olas aventureras que puedan llevarse lejos ese cuerpecito que ahora sólo ansía jugar, ya no caminar.

El sillón

Suena el despertador a una hora demasiado intempestiva, para ser festivo. De un manotazo lo silencio, media vuelta en la cama, escondo la cabeza bajo la almohada y trato de sumergirme de nuevo en el estado de profundo sopor del que me ha sacado ese insistente pitido, aún a sabiendas que debo salir de casa, como mucho, en treinta minutos.

Una hora después despierto sobresaltada, miro el reloj y, sin encender la luz, salgo disparada hacia la ducha. En la carrera tropiezo con la cómoda situada a los pies de la cama. Algo cae y se hace mil pedazos contra el suelo.

Me quedo paralizada, rogando para que aquel espantoso ruido no sea lo que parece. Trato de avanzar para dar la luz y ver si…, pero no hace falta: el crujir de trocitos de esmalte bajo mis pies me indica que mi cortesana japonesa de kimono azul pasó a mejor vida.

¡Al fin en la cocina!, fatal de tiempo, a medio vestir y con el pelo mojado, tomo un jugo de naranja directamente del envase mientras se calienta el agua con la que prepararme un té. El micro pita, abro la puerta, introduzco la mano y… ¡¡¡aaaaaaahhhh!!!

Por suerte es aún temprano, la ciudad está desierta y se puede conducir a cierta velocidad. Así, pese a los primeros inconvenientes de la mañana, consigo llegar a mi cita con sólo una hora de retraso, tres de mis dedos abrasados y el pelo hecho un desastre.

Juan me espera en la esquina convenida. Un gesto renegón aparece en su cara; un encogimiento de hombros, por mi parte, lo transforma en sonrisa. Junto a él, una barbie monísima que no había visto en mi vida, y que resultó llamarse Marie.

Mientras caminamos le comento a Juan el desgraciado accidente de mi dama esmaltada. Maldice y comenta que va a estar jodido conseguir otra pieza como ésa. Palabras que me sumen más en el pesimismo de un día que comenzó malamente.

La barbie observa, lanza suspiro quejumbroso, toma aire y suelta una perorata respecto a su preciosa colección de jarrones Art Decó de Emile Gallé que tiene recluida en un vitrina, para que no sufran accidentes "evitables" como ése. Juan observa a la barbie y babea. Yo la miro con odio.

Continuamos la marcha al ritmo de la cantaleta, sin freno, que mantiene la muñequita. Habla de esto, de aquello, de lo de más allá, hasta que nombra algo que capta la atención de Juan, y se pone a describirlo con todo lujo de detalles. Juan babea incluso más que cuando la mira a ella. Yo no puedo reprimir una mueca de asombro: el rey de la modernidad baboseando por una pieza que ni de lejos se acerca a sus gustos.

De pronto algo llama mi atención. ¡Quedaría de perlas en mi cuarto! Agarro del brazo a Juan y lo arrastro tras de mí. Ella absorta en su propia conversación se queda en mitad de la calle hablando consigo misma. Juan protesta, pero yo insisto, le señalo con la mano. Sus ojos se abren como platos. Estructura metálica, tiras de cuero tensado sobre las que descansa una piel de cerdo, con sus cerditas y todo. Sonrío, contenta de haber recuperado a mi Juan, a mi Juan supermoderno, y casi estoy abrazándolo cuando unas palabras de recriminación, seguidas de un grito ensordecedor, nos saca de nuestro ensimismamiento. La tal Marie ha perdido por completo la compostura de niña pija y pega saltitos, al tiempo que señala algo. Juan se gira, exclama y palmea junto a ella. No doy crédito a mis ojos.

— ¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero! —dice ella.

— ¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero! —dice Juan.

¡Sigo sin creerlo! Aquello es espantoso. Un enorme sillón en madera cincelada, tapizado con un terciopelo que debió ser rojo sangre en otra época y que ahora, además de de calvas, tiene un par de sietes enormes, remendados sin disimulo, y un montón de mugre; eso sin contar con que sólo le quedan tres de sus cuatro patas cabriolé.

— Ahh, quedaría de muerte en mi salón —suspira ella.

— Si me siento en él, prometo no levantarme jamás — suspira Juan.

Y mientras Juan sigue profiriendo exclamaciones sobre aquel espanto, yo trato de atraer de nuevo su atención hacia mi precioso sillón. Pero ya no hay nada que hacer. Ha quedado por completo atrapado por su presencia.

— Si me siento en él, juro no levantarme jamás — repite Juan...




Suena el despertador. De un manotazo lo silencio, media vuelta en la cama, escondo la cabeza bajo la almohada y trato de sumergirme de nuevo en el estado de profundo sopor del que me ha sacado ese insistente pitido, aún a sabiendas que debo salir de casa, como mucho, en treinta minutos.

Una hora después despierto sobresaltada, miro el reloj y, sin encender la luz, salgo disparada hacia la ducha. En la carrera tropiezo con la cómoda situada a los pies de mi cama para caer sobre Juan y esa horrenda butaca que además de sus muchas lacras huele que espanta.