Ingredientes indispensables
- un gato
- una bañera
- agua tibia
- jabón líquido neutro
- un grifo con alcachofa
- toallas
- un secador de pelo
- un voluntario para bañar al gato
- varios espectadores
Yo tuve un gato; cruce de simés y persa, gris atigrado, ojos de búho y enorme inteligencia. Llegó a casa un frío mes de Noviembre y era tan chiquitín que mi padre lo trajo escondido en un bolsillo de su chaqueta. Con ese minúsculo tamaño nada nos hacía presagiar que se convertiría en todo un espécimen, de nada más ni nada menos que trece kilos.
Le puse Misissippi porque me pareció que su diminutivo, Missi, era de tintes gatunos.
Pero este relato versa sobre el arte de bañar a un gato. Y no me refiero a la sana costumbre que tienen de lamerse con el fin de asearse. Hablo de bañar con agua y jabón a un gato.
Mi madre puso en práctica esa sana costumbre (al menos para los humanos), el segundo año que estuvo en casa el gato, justo unos días antes de marcharnos de vacaciones. El plan establecido por ella fue: Veterinario, revisión, vacunas de rigor y baño en toda regla. Asi que, cuando aquella tarde, al volver del veterinario, nos dijo muy seria que iba a bañar al gato, todos la miramos como, si a pesar de su juventud, hubiera perdido la chaveta.
¡Dónde había oído ella que a los gatos les gustara el agua! Hasta Missi la miró con cara de flipado. Claro que en cuanto vio la determinación en sus ojos, adoptó una postura de resignación, que año tras año sacaba a relucir el mes que nos íbamos de vacaciones. Él sabía que ese mes no se escapaba del chapuzón, así que paseaba por la casa como alma en pena, pero sólo cuando alguno de nosotros andaba cerca.
De nada sirvieron nuestras protestas ni las de Missi. Se armó con jabón y toalla y se dirigió con él en brazos hacia el baño. Los demás corrimos como locos tras ella. No queríamos perdernos el espectáculo de ver a Missi escapar de sus melosos abrazos a la menor oportunidad.
Pero hasta en eso fue todo un señor.
Ya con la bañera llena con un palmo de agua tibia, mi madre lo dejó caer con mimo. Todos cerramos los ojos y los oídos en espera de la gran hecatombe. Silencio. Silencio. Nada más que silencio, durante unos segundos que nos parecieron una eternidad. Y de repente, un chapoteo en el agua y la voz de mi madre que decía: "Ves tonto, ¿ves como no pasa nada?"
Abrimos primero un ojo, luego el otro y la visión de aquel espectáculo fue algo que ninguno de nosotros olvidará. Allí estaba Missi espatarrado en el fondo de la bañera, cubierto por millones de pompas de jabón, disfrutando como un marrano en un charco con barro.- un gato
- una bañera
- agua tibia
- jabón líquido neutro
- un grifo con alcachofa
- toallas
- un secador de pelo
- un voluntario para bañar al gato
- varios espectadores
Yo tuve un gato; cruce de simés y persa, gris atigrado, ojos de búho y enorme inteligencia. Llegó a casa un frío mes de Noviembre y era tan chiquitín que mi padre lo trajo escondido en un bolsillo de su chaqueta. Con ese minúsculo tamaño nada nos hacía presagiar que se convertiría en todo un espécimen, de nada más ni nada menos que trece kilos.
Le puse Misissippi porque me pareció que su diminutivo, Missi, era de tintes gatunos.
Pero este relato versa sobre el arte de bañar a un gato. Y no me refiero a la sana costumbre que tienen de lamerse con el fin de asearse. Hablo de bañar con agua y jabón a un gato.
Mi madre puso en práctica esa sana costumbre (al menos para los humanos), el segundo año que estuvo en casa el gato, justo unos días antes de marcharnos de vacaciones. El plan establecido por ella fue: Veterinario, revisión, vacunas de rigor y baño en toda regla. Asi que, cuando aquella tarde, al volver del veterinario, nos dijo muy seria que iba a bañar al gato, todos la miramos como, si a pesar de su juventud, hubiera perdido la chaveta.
¡Dónde había oído ella que a los gatos les gustara el agua! Hasta Missi la miró con cara de flipado. Claro que en cuanto vio la determinación en sus ojos, adoptó una postura de resignación, que año tras año sacaba a relucir el mes que nos íbamos de vacaciones. Él sabía que ese mes no se escapaba del chapuzón, así que paseaba por la casa como alma en pena, pero sólo cuando alguno de nosotros andaba cerca.
De nada sirvieron nuestras protestas ni las de Missi. Se armó con jabón y toalla y se dirigió con él en brazos hacia el baño. Los demás corrimos como locos tras ella. No queríamos perdernos el espectáculo de ver a Missi escapar de sus melosos abrazos a la menor oportunidad.
Pero hasta en eso fue todo un señor.
Ya con la bañera llena con un palmo de agua tibia, mi madre lo dejó caer con mimo. Todos cerramos los ojos y los oídos en espera de la gran hecatombe. Silencio. Silencio. Nada más que silencio, durante unos segundos que nos parecieron una eternidad. Y de repente, un chapoteo en el agua y la voz de mi madre que decía: "Ves tonto, ¿ves como no pasa nada?"
Tras el masaje jabonoso, llegó el momento del enjuague y aquello pareció gustarle más que el enjabonamiento. Allí estaba él con la cola bien pita y las orejas apuntando hacia el firmamento, mientras mi madre con delicadeza procedía a devolverle su apariencia inicial.
El proceso de secado fue algo más complicado y para él fue necesario el uso de un secador de mano. Pero eso ya es otra historia.