24 de diciembre de 2009

El arte de bañar a un gato



Ingredientes indispensables

- un gato
- una bañera
- agua tibia
- jabón líquido neutro
- un grifo con alcachofa
- toallas
- un secador de pelo
- un voluntario para bañar al gato
- varios espectadores
 


Yo tuve un gato; cruce de simés y persa, gris atigrado, ojos de búho y enorme inteligencia. Llegó a casa un frío mes de Noviembre y era tan chiquitín que mi padre lo trajo escondido en un bolsillo de su chaqueta. Con ese minúsculo tamaño nada nos hacía presagiar que se convertiría en todo un espécimen, de nada más ni nada menos que trece kilos.

Le puse Misissippi porque me pareció que su diminutivo, Missi, era de tintes gatunos.

Pero este relato versa sobre el arte de bañar a un gato. Y no me refiero a la sana costumbre que tienen de lamerse con el fin de asearse. Hablo de bañar con agua y jabón a un gato.

Mi madre puso en práctica esa sana costumbre (al menos para los humanos), el segundo año que estuvo en casa el gato, justo unos días antes de marcharnos de vacaciones. El plan establecido por ella fue: Veterinario, revisión, vacunas de rigor y baño en toda regla.  Asi que, cuando aquella tarde, al volver del veterinario, nos dijo muy seria que iba a bañar al gato, todos la miramos como, si a pesar de su juventud, hubiera perdido la chaveta.

¡Dónde había oído ella que a los gatos les gustara el agua! Hasta Missi la miró con cara de flipado. Claro que en cuanto vio la determinación en sus ojos, adoptó una postura de resignación, que año tras año sacaba a relucir el mes que nos íbamos de vacaciones. Él sabía que ese mes no se escapaba del chapuzón, así que paseaba por la casa como alma en pena, pero sólo cuando alguno de nosotros andaba cerca.

De nada sirvieron nuestras protestas ni las de Missi. Se armó con jabón y toalla y se dirigió con él en brazos hacia el baño.  Los demás corrimos como locos tras ella. No queríamos perdernos el espectáculo de ver a Missi escapar de sus melosos abrazos a la menor oportunidad.

Pero hasta en eso fue todo un señor.

Ya con la bañera llena con un palmo de agua tibia, mi madre lo dejó caer con mimo. Todos cerramos los ojos y los oídos en espera de la gran hecatombe. Silencio. Silencio. Nada más que silencio, durante unos segundos que nos parecieron una eternidad. Y de repente, un chapoteo en el agua y la voz de mi madre que decía: "Ves tonto, ¿ves como no pasa nada?"

Abrimos primero un ojo, luego el otro y la visión de aquel espectáculo fue algo que ninguno de nosotros olvidará. Allí estaba Missi espatarrado en el fondo de la bañera, cubierto por millones de pompas de jabón, disfrutando como un marrano en un charco con barro.

Tras el masaje jabonoso, llegó el momento del enjuague y aquello pareció gustarle más que el enjabonamiento. Allí estaba él con la cola bien pita y las orejas apuntando hacia el firmamento, mientras mi madre con delicadeza procedía a devolverle su apariencia inicial.

El proceso de secado fue algo más complicado y para él fue necesario el uso de un secador de mano. Pero eso ya es otra historia.

4 de diciembre de 2009

SѤptiѤmbrѤ


San Carlos

I
La ciudad en la que nacimos, San Carlos, no era una gran ciudad pero tampoco podía afirmarse que fuese pequeña. Tenía ferrocarril y eso, para nosotros, era lo suficientemente notable como para pensar en ella sino como en una ciudad magna, al menos, sí importante. El único inconveniente era que sólo tenía tren de un lado. Un tren que, mirando el andén de frente, siempre llegaba por la derecha y siempre por la derecha se perdía en la lejanía camino de Santa Clara. Nunca llegó por la izquierda ni se marchó por allí, y no por no tener vía sino porque la que había no llevaba a ningún lado.

II
San Carlos se construyó a imagen y semejanza de los primeros villorrios que se levantaron en la región: madera, madera, polvo y más polvo. Sólo en dos ocasiones se usó la piedra: en la Casa de Dios y en sus Sepulcros. Así San Carlos se convirtió en una ciudad con una Iglesia un tanto extraña, por la piedra, pero también por las figuras que flanqueaban sus portones y ventanas. Formas que, permítame decirlo, en vez de invitar a la oración disuadían de ella, por eso no era extraño ver a los fieles santiguarse tres veces antes de franquear su entrada.

III
Obviando la curiosidad de su tren —y tal vez de su Iglesia—, el otro elemento interesante de San Carlos era que la mayor parte de sus pobladores descendían de un séquito de novicius desterrados del viejo mundo. Estos, antes de ser aprendices de freires, fueron castrenses que antes de luchar en la Última Gran Guerra vivieron prisioneros.
Expatriados por su condición de antiguos penados y apelando a su formación militar, los enviaron a estas tierras, custodiando insignes señores que vinieron en busca de mejor fortuna y un proyecto de futuro.

IV
En cuanto al ramal de vía inutilizado, contaban los viejos de San Carlos que finalizaba en algún punto de Los Páramos: una extensión de terreno tan oscura como infinita. Nadie en San Carlos, ni los descendientes directos de los más feroces novicius, se había aventurado jamás al interior del llano. Todo la información que circulaba era pura habladuría cargada de contradicciones. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto de verdad había en las historias que se habían transmitido de padres a hijos. Nadie sabía cuánto era resultado de una imaginación alentada por los dibujos de un pergamino descubierto años ha bajo el sagrario de la Iglesia, cuánto resultado de nuestros propios miedos ante la visión de aquellos terrenos de colores y presencia siniestros.

V
Ni siquiera yo en aquella época habría podido contarle algo diferente de aquel monstruoso terreno, sólo lo que sus propios ojos hubieran alcanzado a ver, y eso que animado por el oscurantismo y las ambigüedades que circulaban sobre Los Páramos, pasé muchas tardes sentado bajo sol, sobre aquella derivación inconclusa, mirando a poniente, y elucubrando cómo serían en realidad aquel dichoso lugar, carcomiéndome de curiosidad. Sólo la visión del tórrido horizonte me hizo desistir de la idea de adentrarme siquiera unos kilómetros más allá. No sabría decirle por qué, aunque quizá si mira ahora a nuestro alrededor y ve lo que yo veo pueda entender que ese infinito ocre me provocara una inmensa atracción y al tiempo un escalofrío similar al que debe producir la visión de un infierno dantesco.

VI
Un edén inmerso en un averno…


Extracto de "SѤptiѤmbrѤ" de Raquel Blasco