14 de enero de 2010

Una cesta de manzanas (recuerdo de unas Navidades pasadas)


Debía rondar el año setenta y cinco. Eran las primeras Navidades que me sentía importante. Había descubierto el secreto de los Reyes Magos ¡y no lo sabía nadie!

Lejos de estar apenada por la realidad de esos seres que llenaban la casa de juguetes, me sentía "orgullosa de mí misma". Orgullos y divertida al ver a mi hermano pequeño, que para mí ahora estaba en la edad de la ignorancia, esperar con verdadera ansia la llegada de tan emocionante momento.

El peque andaba la mar de agitado con los preparativos previos a la noche en cuestión, que ese año, a petición mía, iba ser traspasada a la Nochebuena, en honor a Santa Claus y en detrimento de los Reyes Magos. Así, había alegado yo, tendríamos más tiempo para disfrutar de los juguetes antes de volver al cole.

Por mi parte debo confesar que aunque mi descubrimiento le quitó como un poco de magia al momento, no pude evitar ese cosquilleo que nunca ha dejado de recorrerme la espalda, ese acelerar de las pulsaciones ante la visión, o la simple imaginación, de un paquete envuelto con un brillante papel de regalo y coronado con un exquisito pompón.

Mis progenitores, al principio, se mostraron un poco reticentes al cambio. Las tradiciones eran las tradiciones y, por aquel entonces, la tradición aquí eran los tres Reyes Magos de Oriente. Papá Noel era una importación de reciente implantación no muy bien vista todavía. Pero tras mucho llorar, berrear, suplicar, insistir, insistir, insistir e insistir, no tuvieron más opción que la de aceptar ese cambio tan radical en su hasta entonces típica y tranquila Navidad.

Llegó pues la Navidad y con ella un montón de renos guiados por un hombretón de traje rojo, barriga inmensa, barba blanca y un jo, jo, jo por sonrisa que bajó por la inexistente chimenea para dejarnos sus presentes: ¡nuestros regalos!

Y pasó la Navidad y llegó la Noche de Reyes. Tanto el peque como yo estábamos más que hartos de jugar con los regalos de Santa, así que aprovechando que mis padres no estaban en casa, preparamos una enorme cesta llena de manzanas, tres platos con sus respectivos cubiertos, varias jarras de agua, nueces y un montón de manjares más, muy adecuados para los cansados viajeros que vendrían a traer regalos. Porque sí, Santa había dejado los suyos pero ¿quién decía que sus majestades se tuvieran que olvidar de nosotros por eso?

Yo sabía lo que sabía pero mi hermano andaba tan entusiasmado con la idea de tener más regalos que no iba a ser yo la que le quitara la ilusión. Además y ¿si por una de aquellas yo estaba equivocada? ¡Pues que por mi culpa no se iban a quedar ellos sin comer y yo sin mis regalos!

Mis padres llegaron de madrugada y se encontraron con una preciosa mesa llena de comida preparada con esmero para sus Magestades y… A la mañana siguiente unos preciosos paquetes envueltos en papeles multicolores y rematados con lacitos decoraban el suelo del salón.

Nunca más pude repetir la experiencia. Al año siguiente se me dejó bien claro que sólo habría regalos uno de los dos días, por muchas cestas de manzanas que dejara para los camellos.

12 de enero de 2010

Gusanos de seda y cucharetas




Gusanos de seda

¿Quién no ha tenido, de pequeño, una cajita llena de gusanos de seda; una vieja caja de zapatos perforada a modo de colador y repleta de esos pequeños invertebrados de tacto suave y desplazamiento ondulante que comen hojas de Morera pero que deben conformarse con cogollitos de crujiente lechuga...?

En aquel entonces y cada temporada, yo los compraba con el deseo secreto de verlos convertidos en resplandecientes mariposas. Pero año tras año, hojita de lechuga tras hojita de lechuga, nunca pasaba nada. Sólo engordaban, engordaban y engordaban hasta que acababan sucumbiendo víctimas de su propia glotonería antes de hacer mi deseo realidad.

Aquello me quitó el sueño durante mucho tiempo. Daba igual lo que hiciera: más lechuga, menos lechuga, una caja más grande, una caja más pequeña, más agujeros de ventilación, menos agujeros, más grandes o más pequeños. El final siempre era el mismo: todos cadáver, víctimas del quinto pecado capital.

Así que aunque como engordadora de gusanos mi futuro estaba garantizado, verlos acabar a todos panza arriba, a punto de explotar, fue algo para mí insufrible y tras unas lagrimillas, por el triste final de mis últimas adquisiciones, decidí que era mejor buscar una nueva mascota.

Cucharetas

Después de mi éxito con los gusanos de seda decidí dedicarme a la cría de cucharetas y si todo iba viento en popa (puesto que éstas no comían lechuga y por tanto el riesgo de los atracones estaba más que eliminado) en breve tendría mi propia charquita de ranas.

Pero claro, las cucharetas no son algo que uno pueda comprar en una tienda, para luego dedicarse alegremente a su empapuzamiento. A éstas hay que trabajárselas desde el principio. Así que provista de un enorme tarro de cristal, tan grande que hubiese cabido yo dentro, me dirigí al tornajo de mi pueblo y me asomé por el borde del abrevadero. ¡Decenas de cucharetas surcaban sus aguas! ¡Madre mía! ¡La cantidad de futuras ranitas que iba a poder tener!

Me arremangué, introduje mis manitas en el agua y de pronto todo dejó de parecer tan bonito. ¡Había que ver lo rápidas que eran! Ni siquiera las que descansaban sobre las paredes o sobre alguna planta cercana a la superficie, se dejaron capturar. Me senté en el suelo desolada. ¡Estaba visto que lo mío no iban a ser ni los gusanos ni las charcas de ranas!

De pronto, se me ocurrió algo. Baje corriendo a casa, entré sigilosamente en la cocina y cogí el enorme colador que usaba mi madre para el caldo de la sopa. Ese colador era tan grande que hubiera podido ponérmelo de sombrero. ¡Aquello iba a ser coser y cantar! Ahora, en vez de una charca, pensé, podré tener un estanque.

¡Cuán equivocada estaba!

Para empezar, mis enormes coletas fueron las primeras en tocar su superficie y casi arrastrar por el fondo. A continuación, cegada por la visión de la cuchareta más grande que había visto en mi vida, me pegué tal trago de agua que casi me cuesta un disgusto. Y cuando al fin, después de mucho pelear, colador para arriba colador para abajo, conseguí capturar la primera, me encontré, además de con dos coletas que no dejaba de chorrear agua, con un colador en cuyo interior daba saltos dignos de un saltimbanqui mi cuchareta y con un enorme tarro de cristal por completo vacío.

Tras unos segundos de rápida reflexión, decidí que lo llenaría sin soltar el colador, ya que si lo dejaba en el suelo para disponer de las dos manos, mi captura, en uno de sus brincos, podría acabar rebozada en tierra.

Lo cogí y lo empujé con fuerza para que quedara su abertura por debajo del nivel del agua y se llenara, pero el peso del líquido, que rápidamente se vertió en su interior, provocó que se alejara de mi mano hacia el fondo del tornajo.

Y allí me quedé, colador en mano pero sin tarro.
La situación empeoraba por momentos. La pobre cuchareta no dejaba de abrir y cerrar la boca a punto de sucumbir alejada de su medio natural. 
Sin pensarlo dos veces alargué brazo y cabeza, para intentar alcanzar el tarro y ¡oooooh...! ahora ya no sólo chorreaban mis coletas.

Me puse de pie de un salto, escupí todo el agua que había tragado, pegué un vistazo a mi alrededor no fuera me hubiera visto alguien conocido y sin moros en la costa y con el colador de nuevo en la mano comprobé como la mejor forma de cazar renacuajos era desde dentro del tornajo.