I
— ¿Te sientes bien? —preguntó.
No tuvo tiempo de responder, menos de escuchar las palabras que pronunció mientras hundía la hoja metálica en su espalda.
— Yo en mi vida me he sentido mejor
II
A las tres de la madrugada, cansado de dar vueltas en la cama, se levantó, se vistió a toda prisa y a punto estuvo de estrellar el jarrón, lleno de agua putrefacta y flores marchitas, abandonado en una esquina del escritorio de su habitación. Lo pescó al vuelo pero no pudo evitar que unas gotas se derramaran sobre la descolorida alfombra del departamento y otras pocas salpicaran sus zapatos. ¡Apestaba!
Sus pasos resonaron por las calles aún dormidas. Clavó la mirada en los zapatos y sus pensamientos volaron hasta aquel repugnante jarrón.
Se detuvo a la altura del antro que se divisaba desde la ventana de su habitación: un local nocturno en el que seguro encontraría lo que buscaba.
En la calle algunos trasnochadores hacían esfuerzos en vano por encajar las llaves en las cerraduras de sus coches. Su aspecto se le antojó lamentable, claro que el de él no era mucho mejor pese a acabar de salir de la casa. Su reflejo en el frío acero de las puertas del local le devolvió la imagen de quien acaba de salir de una trifulca: necesitaba antes que nada un trago.
Dentro apenas quedaban media docena de clientes que dormitaban su borrachera en las mesas. Se sentó en la barra y sólo cuando el camarero se le acercó reparó en la mujer que, vestida de negro, fumaba unos taburetes más allá. Al ver que la miraba, ella sonrió.
Parecía una de esas actrices del cine en blanco y negro: largas piernas, medias de seda, vestido ceñido al cuerpo, escote cruzado, pronunciado, abrigo echado sobre los hombros, labios rojo sangre y el cabello peinado en suaves ondas. Le faltaban las gafas oscuras, pero seguro que a la luz del sol las llevaría. Fumaba como la Dietrich, los mismos gestos, el mismo fruncir de labios, la mirada atenta a las volutas de humo que salían de su boca para perderse en la negrura de aquel lugar. Sólo sus marcadas ojeras y el olor a alcohol revelaban su verdadera identidad.
− No bebe usted —dijo ella.
— Tampoco usted lo hace —respondió él elevando el tono por encima de la música que unos segundos antes, milagrosamente, había dejado hueco a la voz de ella, y tomando la copa que le traía el camarero fue a su encuentro.
— Gabriel Gaël —dijo tendiéndole la mano. Ella se la estrechó pero no pronunció el suyo.
— ¿Francés? —le preguntó.
— ¿Te sientes bien? —preguntó.
No tuvo tiempo de responder, menos de escuchar las palabras que pronunció mientras hundía la hoja metálica en su espalda.
— Yo en mi vida me he sentido mejor
II
A las tres de la madrugada, cansado de dar vueltas en la cama, se levantó, se vistió a toda prisa y a punto estuvo de estrellar el jarrón, lleno de agua putrefacta y flores marchitas, abandonado en una esquina del escritorio de su habitación. Lo pescó al vuelo pero no pudo evitar que unas gotas se derramaran sobre la descolorida alfombra del departamento y otras pocas salpicaran sus zapatos. ¡Apestaba!
Sus pasos resonaron por las calles aún dormidas. Clavó la mirada en los zapatos y sus pensamientos volaron hasta aquel repugnante jarrón.
Se detuvo a la altura del antro que se divisaba desde la ventana de su habitación: un local nocturno en el que seguro encontraría lo que buscaba.
En la calle algunos trasnochadores hacían esfuerzos en vano por encajar las llaves en las cerraduras de sus coches. Su aspecto se le antojó lamentable, claro que el de él no era mucho mejor pese a acabar de salir de la casa. Su reflejo en el frío acero de las puertas del local le devolvió la imagen de quien acaba de salir de una trifulca: necesitaba antes que nada un trago.
Dentro apenas quedaban media docena de clientes que dormitaban su borrachera en las mesas. Se sentó en la barra y sólo cuando el camarero se le acercó reparó en la mujer que, vestida de negro, fumaba unos taburetes más allá. Al ver que la miraba, ella sonrió.
Parecía una de esas actrices del cine en blanco y negro: largas piernas, medias de seda, vestido ceñido al cuerpo, escote cruzado, pronunciado, abrigo echado sobre los hombros, labios rojo sangre y el cabello peinado en suaves ondas. Le faltaban las gafas oscuras, pero seguro que a la luz del sol las llevaría. Fumaba como la Dietrich, los mismos gestos, el mismo fruncir de labios, la mirada atenta a las volutas de humo que salían de su boca para perderse en la negrura de aquel lugar. Sólo sus marcadas ojeras y el olor a alcohol revelaban su verdadera identidad.
− No bebe usted —dijo ella.
— Tampoco usted lo hace —respondió él elevando el tono por encima de la música que unos segundos antes, milagrosamente, había dejado hueco a la voz de ella, y tomando la copa que le traía el camarero fue a su encuentro.
— Gabriel Gaël —dijo tendiéndole la mano. Ella se la estrechó pero no pronunció el suyo.
— ¿Francés? —le preguntó.
— Americano —le respondió el— No se deje engañar por un simple nombre.
La conversación osciló entre sus acentos y los lugares comunes que habían conocido. En realidad, frases inconexas que dejaban una pincelada aquí otra allá. Así, nada sabían el uno del otro.
Había pasado más de una hora y la mujer no hacía ademán de moverse. Él tenía la certeza de que saldrían juntos de allí. Ella pidió una nueva copa. Él pensó que iba a gritar y se sorprendió de su impaciencia. Finalmente se levantó, esperó a que él hiciera lo mismo y se colgó de su brazo cuando empezaron a caminar. A él le hubiera gustado acompañarla a su casa, pero no se atrevió a proponérselo: aún no tenía la certeza de lo que era y no quería espantarla. Entonces ella comenzó a charlar por los codos. El alcohol empezaba a surtir efecto y le costaba mantener el abrigo sobre sus hombros. Él sonrió ante la escena al tiempo que trataba de resolver el problema de cómo conseguir pasar la noche con ella.
— ¿Se ha fijado en la luna? Esta noche luce espléndida.
— Noche propicia para hombres lobo, destripadores, violadores…
Ella sonrió.
— ¿Le apetece tomar otra copa? —le preguntó aún con media sonrisa en la boca.
— Ya debe estar todo cerrado —respondió él.
— Seguro que encontramos algo —y le señaló el rótulo rosa de neón que anunciaba el Hotel Maison.
Debían ser las cinco de la madrugada y allí estaban, sentados en la recepción del hotel. Ella bebía a grandes tragos un whisky con agua. Se había quitado los zapatos y sus pies descansaban ahora sobre la alfombra. Llevaba las uñas lacadas del mismo color que sus labios. Él jugueteaba impaciente con una servilleta de papel.
—Pídeme otro vaso, por favor. Te prometo que será el último. Luego, si quieres, podemos subir a una habitación.
III
—¿Te sientes bien? —preguntó.
No tuvo tiempo de responder, menos de escuchar las palabras que pronunció mientras hundía la hoja metálica en su espalda...
***