12 de febrero de 2010

Luna llena sobre París




I
— ¿Te sientes bien? —preguntó.

No tuvo tiempo de responder, menos de escuchar las palabras que pronunció mientras hundía la hoja metálica en su espalda.

— Yo en mi vida me he sentido mejor

II
A las tres de la madrugada, cansado de dar vueltas en la cama, se levantó, se vistió a toda prisa y a punto estuvo de estrellar el jarrón, lleno de agua putrefacta y flores marchitas, abandonado en una esquina del escritorio de su habitación. Lo pescó al vuelo pero no pudo evitar que unas gotas se derramaran sobre la descolorida alfombra del departamento y otras pocas salpicaran sus zapatos. ¡Apestaba!

Sus pasos resonaron por las calles aún dormidas. Clavó la mirada en los zapatos y sus pensamientos volaron hasta aquel repugnante jarrón.

Se detuvo a la altura del antro que se divisaba desde la ventana de su habitación: un local nocturno en el que seguro encontraría lo que buscaba.
En la calle algunos trasnochadores hacían esfuerzos en vano por encajar las llaves en las cerraduras de sus coches. Su aspecto se le antojó lamentable, claro que el de él no era mucho mejor pese a acabar de salir de la casa. Su reflejo en el frío acero de las puertas del local le devolvió la imagen de quien acaba de salir de una trifulca: necesitaba antes que nada un trago.

Dentro apenas quedaban media docena de clientes que dormitaban su borrachera en las mesas. Se sentó en la barra y sólo cuando el camarero se le acercó reparó en la mujer que, vestida de negro, fumaba unos taburetes más allá. Al ver que la miraba, ella sonrió.

Parecía una de esas actrices del cine en blanco y negro: largas piernas, medias de seda, vestido ceñido al cuerpo, escote cruzado, pronunciado, abrigo echado sobre los hombros, labios rojo sangre y el cabello peinado en suaves ondas. Le faltaban las gafas oscuras, pero seguro que a la luz del sol las llevaría. Fumaba como la Dietrich, los mismos gestos, el mismo fruncir de labios, la mirada atenta a las volutas de humo que salían de su boca para perderse en la negrura de aquel lugar. Sólo sus marcadas ojeras y el olor a alcohol revelaban su verdadera identidad.

− No bebe usted —dijo ella.

— Tampoco usted lo hace —respondió él elevando el tono por encima de la música que unos segundos antes, milagrosamente, había dejado hueco a la voz de ella, y tomando la copa que le traía el camarero fue a su encuentro.

— Gabriel Gaël —dijo tendiéndole la mano. Ella se la estrechó pero no pronunció el suyo.

— ¿Francés? —le preguntó.

— Americano —le respondió el— No se deje engañar por un simple nombre.

La conversación osciló entre sus acentos y los lugares comunes que habían conocido. En realidad, frases inconexas que dejaban una pincelada aquí otra allá. Así, nada sabían el uno del otro.

Había pasado más de una hora y la mujer no hacía ademán de moverse. Él tenía la certeza de que saldrían juntos de allí. Ella pidió una nueva copa. Él pensó que iba a gritar y se sorprendió de su impaciencia. Finalmente se levantó, esperó a que él hiciera lo mismo y se colgó de su brazo cuando empezaron a caminar. A él le hubiera gustado acompañarla a su casa, pero no se atrevió a proponérselo: aún no tenía la certeza de lo que era y no quería espantarla. Entonces ella comenzó a charlar por los codos. El alcohol empezaba a surtir efecto y le costaba mantener el abrigo sobre sus hombros. Él sonrió ante la escena al tiempo que trataba de resolver el problema de cómo conseguir pasar la noche con ella.

— ¿Se ha fijado en la luna? Esta noche luce espléndida.

— Noche propicia para hombres lobo, destripadores, violadores…

Ella sonrió.

— ¿Le apetece tomar otra copa? —le preguntó aún con media sonrisa en la boca.

— Ya debe estar todo cerrado —respondió él.

— Seguro que encontramos algo —y le señaló el rótulo rosa de neón que anunciaba el Hotel Maison.

Debían ser las cinco de la madrugada y allí estaban, sentados en la recepción del hotel. Ella bebía a grandes tragos un whisky con agua. Se había quitado los zapatos y sus pies descansaban ahora sobre la alfombra. Llevaba las uñas lacadas del mismo color que sus labios. Él jugueteaba impaciente con una servilleta de papel.

—Pídeme otro vaso, por favor. Te prometo que será el último. Luego, si quieres, podemos subir a una habitación.

III
—¿Te sientes bien? —preguntó.

No tuvo tiempo de responder, menos de escuchar las palabras que pronunció mientras hundía la hoja metálica en su espalda...
***

Los encargados de la limpieza acababan de conectar los aspiradores en los pasillos. Ella se preparaba para regresar a aquel tugurio parisino. Sabía que no le sería difícil encontrar una nueva víctima.

9 de febrero de 2010

Jeremías


—Jeremías, ¿viste hoy a Laurita?
Laurita era la novia de mi hermano y yo no entendía qué narices le veía Pedro que cada vez que se cruzaba con ella se ponía bizco de tan fijo que la miraba.
—¡Jeremías!, ¿que si te has fijado hoy en Laurita?
—No Pedro, no me he fijado. ¡Y déjate ya de tonterías! No sé qué le ves. Babeas como mi hermano cada vez que tropiezas con ella. El día menos pensado te suelta un sopapo por mirarla de ese modo. ¡Y vayámonos ya!, antes que mi madre me vea y le dé por mandarme a hacer algún recado.
—Vaaale, pero… ¿Podemos pasar por delante del porche? Es que Laurita...
—¡Venga Pedro!, ¿tú eres tonto o qué te pasa? ¡No te he dicho que como me vea mi…!

Pero ya era demasiado tarde, la cabeza de mi progenitora asomaba por la ventana de la cocina. ¡A la porra la estupenda mañana que teníamos planeada! Nada de cazar pájaros con el tirachinas y mucho menos poner petardos dentro de las latas que habíamos conseguido. Todo por culpa de Laurita y del babotas de Pedro. ¡Me estaba hartando! El día menos pensado iba a contarles al resto de los muchachos esa tonta manía que le había cogido al pobre con la novia de mi hermano. Y ojalá Laurita le soltara un guantazo un día de éstos, porque si no lo hacía ella iba a verme obligado a hacerlo yo, a ver si así se centraba de una vez por todas en las cosas interesantes de la vida. Porque, ¿hay algo mejor hacer volar por los aires un montón de hojalata? Yo, desde luego, pensaba que no.

Entré en casa y salí refunfuñando. Esquivé la mirada de Pedro dejándole con ello bien claro que se preparara para cuando volviera del recado, y que ni se le ocurriera seguirme. Arrastrando los pies y maldiciéndome por buscarme amigos tan tontos, me fui.

De todas las cosas que mi madre me mandaba ir a la botica era una de las que más odiaba. Nunca me han gustado las boticas ni los boticarios. Huelen raro. Además, ¿por qué siempre tenía que ir yo? ¡Que fuera mi hermano, que para eso era el mayor! Pero no, él tenía cosas mejores que hacer. Empezaba a estar cansado de tanta Laurita.

Al morir el viejo boticario habían cerrado la botica, para gran alegría mía, pero por lo visto acababan de encontrar un sustituto. Sabía que el pensamiento que estaba surgiendo en mi cabeza no era demasiado digno de alguien como yo —bueno, eso lo habría dicho mi madre y después me habría dejado un mes sin salir— pero... ¡ojalá el nuevo boticario corriera la misma suerte que el viejo!

La botica estaba a rebosar. En mi vida había visto tanta gente. Aunque después de un mes sin servicio era bastante probable que se les hubieran acumulado las "necesidades" a todos los del pueblo y por eso había tal cantidad de seres humanos.
A los veinte minutos de estar haciendo cola me subía por las paredes. ¡Bonita forma de perder el tiempo! ¡Cuando pillara a Pedro...! ¡Y aquello no avanzaba lo más mínimo! ¡Por lo menos tenía una hora más de espera!
Así que ni corto ni perezoso, tomando una enorme bocanada de aire, me escurrí entre las piernas de los allí presentes y, en un periquete, me planté dentro de la botica. Pero ni aguantando la respiración. Me iba a dar algo. Aquel olor me estaba matando. Y mientras hacía grandes esfuerzos para no sucumbir ante ese repugnante aroma, alguien dijo: "A ver pequeño y tú ¿qué quieres?" Me volví hacia la entrada mosqueado, esperando encontrarme con algún crío del pueblo intentando colarse, pero lo único que vi fue un montón de señores que sonrisa en boca esperaban su turno para ser atendidos. ¿A qué venían aquellas sonrisas? ¡Para sonreír estaba yo!

Ante la ausencia de alguien a quien pudiera ir dirigida esa pregunta, giré hacia la voz y… ¡allí estaba la razón de aquellas sonrisas!, detrás del mostrador, dejando verse de cintura para arriba, deliciosa, con las mejillas sonrosadas y unos labios rojos y carnosos como sandías, ¡mi fruta preferida!

En un momento los pájaros, los petardos y aquel nauseabundo olor dejaron de tener importancia. Jamás había visto yo algo como aquello. Por algo así sí que valía la pena babear, incluso dejar de respirar. Y cuando salió de detrás del mostrador para atender mi temblorosa petición, me creí morir. ¡Caray, menudo caminar! Un contoneo lento, un rítmico bamboleo. Uno, dos, uno, dos, uno, dos... y allá marchaba, adquiriendo en la lejanía una perspectiva nunca antes vista por mí.
A mitad de camino se paró y se inclinó con delicadeza. La pequeña faldita que llevaba dejó al descubierto una pieza de tela infinitamente minúscula. A punto estuve de tirarme al suelo, panza arriba, simulando un desmayo para disfrutar mejor de la vista, pero …



—Pedro, no sé como decírtelo pero me temo que vamos a tener que aplazar indefinidamente nuestras sesiones diarias de caza. Es mi madre, que se ha puesto pesada con eso de los recados y a partir de hoy tendré que ir todas las mañanas al pueblo a hacerle las compras.
—Tranquilo Jeremías, no hay problema, lo entiendo... ¿Te importa si mientras te espero sentado en el porche de tu casa? Es por si...
—Claro Pedro, lo único es que ahora igual tardo un poco más de la cuenta.
—No importa, Jeremías, no importa…