Mil veces ciento…, mil veces mil…
Pasa triste una nube mientras rayas con esmero, con el esfuerzo patente en la puntita de lengua que asoma entre tus dientes, un cuaderno de hojas pardas. Tu maestro, un anciano enjuto y seco, pasea frente a la pizarra. Capote raído, arrugado como su rostro, como las manos que sujetan la delgada vara con la que marca el ritmo de la lección, con la que a veces castiga severo la punta de los dedos.
Mil veces ciento…, mil veces mil...
Toda la clase repite en monótona cantinela la lección. La tarde, plomiza y fría, se refleja en las gotas de los cristales, en la ausencia de guantes y abrigos en las perchas, en los cuerpos que tiritan bajo ellos. No hay Caín, ni Abel.
Mil veces ciento…, mil veces mil...
Sigues concentrado en la labor de decir y escribir a la vez. No resulta fácil. La lluvia que golpea los cristales rompe el ritmo. Una voz se adelanta, otra se atrasa. Mil veces ciento…, un millón…, cien mil…, mil veces mil... El viejo arruga, aún más si cabe, su entrecejo. La caña golpea el sobre de una mesa. Segundos en que sólo se escucha el repiqueteo del agua que cae sin misericordia, gotera al final de la clase. El coro se recompone.
Mil veces ciento…, mil veces mil...
El maestro continúa su andanza, mueve la vara como director de orquesta. Tu lengua de nuevo entre los dientes, los dedos doloridos de tanto apretar el lapicero. El reloj de la iglesia marca las cinco. Sientes un picotazo en la oreja. La clase recita: Mil veces ciento…, mil veces mil… Te volteas, enfadado, justo en el instante en que el destello ilumina la clase, justo en el momento en que todo el coro infantil, menos tú, atento a la cámara que los enfoca, pone punto final a la lección.
Mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón.
16 de diciembre de 2008
Homenaje a Machado
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