Madre...
He regresado al pueblo, después de tantos años, de pensar que nunca volvería. Tal vez por eso me siento extraño, tal vez porque nada está como lo recuerdo. Ni el río, ni las casas, ni siquiera los rostros que se cruzan conmigo son los que dejé. Hasta la iglesia se me antoja diferente, más chica, como si el agua que ha caído en mi ausencia hubiera encogido sus losas. Ni tan siquiera su campana repica como antaño, cuando llamaba a misa a la viejas, a las beatas y santurrones de este lugar.
No me he atrevido a ir a la casa de Anselmo, aunque me prometí hacerlo si regresaba. ¿Qué decirle? En cambio, sí me acerqué a la nuestra. Madre…, ¿qué sucedió…?
**
Un viento desapacible recorre la plaza en remolino, levanta las hojas del otoño y el polvo de las calles. Huele a noche cerrada, a pisadas que cantan el tecolote, y el pueblo estalla en alaridos. Siento su miedo, sus pasos desorientados que acaban convertidos en una carrera de dolor. Gritan mi nombre y mi razón se nubla.
Veo a Anselmo. Pasea nervioso, sin dejar de frotarse las manos, de recomponerse el nudo del corbatín que parece ahogarle. A su lado, algunos del pueblo, compañeros de siempre.
La señal de peligro sigue balanceándose en el aire, en el recuerdo del grito que llevaba mi nombre, en la cara de todos ellos, en la noche negro azabache que se niega a abandonarme.
Siento a Padre a mis espaldas. Huelo a flores marchitas, a madera vieja, a piedras marmóreas. Siento la humedad de la tierra sobre mi cara.
Madre…
He debido caminar en el recuerdo hasta la casa de Anselmo, iluminada. La de Padre, la nuestra, permanece a oscuras, con los pórticos cerrados y las contraventanas. ¿Qué fue de ustedes…?
**
El pueblo se proyecta como una sombra sobre el mismo. Un aire desapacible mueve las ramas de los árboles, vuela las pocas hojas que cuelgan secas, remueve el polvo de esta tierra árida que se adhiere a la garganta.
Oigo pisadas que abandonan la casa de Anselmo y crecen hacia la nuestra. Escucho su voz, madre, su negativa. Siento su miedo y sus pasos desorientados que acaban convertidos en una carrera de dolor. Grita mi nombre y un destello plateado atraviesa el torso de un hombre escondido en una callejuela.
**
Anselmo no deja de recomponerse el nudo de la corbata que parece ahogarle. A su lado, los del pueblo, compañeros de juegos hasta que los ideales nos truncaron. Sé a padre a mis espaldas, aunque no puedo verlo. A usted, madre desconsolada, llorar sobre mi féretro.
No me he atrevido a ir a la casa de Anselmo, aunque me prometí hacerlo si regresaba. ¿Qué decirle? En cambio, sí me acerqué a la nuestra. Madre…, ¿qué sucedió…?
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Un viento desapacible recorre la plaza en remolino, levanta las hojas del otoño y el polvo de las calles. Huele a noche cerrada, a pisadas que cantan el tecolote, y el pueblo estalla en alaridos. Siento su miedo, sus pasos desorientados que acaban convertidos en una carrera de dolor. Gritan mi nombre y mi razón se nubla.
Veo a Anselmo. Pasea nervioso, sin dejar de frotarse las manos, de recomponerse el nudo del corbatín que parece ahogarle. A su lado, algunos del pueblo, compañeros de siempre.
La señal de peligro sigue balanceándose en el aire, en el recuerdo del grito que llevaba mi nombre, en la cara de todos ellos, en la noche negro azabache que se niega a abandonarme.
Siento a Padre a mis espaldas. Huelo a flores marchitas, a madera vieja, a piedras marmóreas. Siento la humedad de la tierra sobre mi cara.
Madre…
He debido caminar en el recuerdo hasta la casa de Anselmo, iluminada. La de Padre, la nuestra, permanece a oscuras, con los pórticos cerrados y las contraventanas. ¿Qué fue de ustedes…?
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El pueblo se proyecta como una sombra sobre el mismo. Un aire desapacible mueve las ramas de los árboles, vuela las pocas hojas que cuelgan secas, remueve el polvo de esta tierra árida que se adhiere a la garganta.
Oigo pisadas que abandonan la casa de Anselmo y crecen hacia la nuestra. Escucho su voz, madre, su negativa. Siento su miedo y sus pasos desorientados que acaban convertidos en una carrera de dolor. Grita mi nombre y un destello plateado atraviesa el torso de un hombre escondido en una callejuela.
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Anselmo no deja de recomponerse el nudo de la corbata que parece ahogarle. A su lado, los del pueblo, compañeros de juegos hasta que los ideales nos truncaron. Sé a padre a mis espaldas, aunque no puedo verlo. A usted, madre desconsolada, llorar sobre mi féretro.
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