4 de diciembre de 2009

SѤptiѤmbrѤ


San Carlos

I
La ciudad en la que nacimos, San Carlos, no era una gran ciudad pero tampoco podía afirmarse que fuese pequeña. Tenía ferrocarril y eso, para nosotros, era lo suficientemente notable como para pensar en ella sino como en una ciudad magna, al menos, sí importante. El único inconveniente era que sólo tenía tren de un lado. Un tren que, mirando el andén de frente, siempre llegaba por la derecha y siempre por la derecha se perdía en la lejanía camino de Santa Clara. Nunca llegó por la izquierda ni se marchó por allí, y no por no tener vía sino porque la que había no llevaba a ningún lado.

II
San Carlos se construyó a imagen y semejanza de los primeros villorrios que se levantaron en la región: madera, madera, polvo y más polvo. Sólo en dos ocasiones se usó la piedra: en la Casa de Dios y en sus Sepulcros. Así San Carlos se convirtió en una ciudad con una Iglesia un tanto extraña, por la piedra, pero también por las figuras que flanqueaban sus portones y ventanas. Formas que, permítame decirlo, en vez de invitar a la oración disuadían de ella, por eso no era extraño ver a los fieles santiguarse tres veces antes de franquear su entrada.

III
Obviando la curiosidad de su tren —y tal vez de su Iglesia—, el otro elemento interesante de San Carlos era que la mayor parte de sus pobladores descendían de un séquito de novicius desterrados del viejo mundo. Estos, antes de ser aprendices de freires, fueron castrenses que antes de luchar en la Última Gran Guerra vivieron prisioneros.
Expatriados por su condición de antiguos penados y apelando a su formación militar, los enviaron a estas tierras, custodiando insignes señores que vinieron en busca de mejor fortuna y un proyecto de futuro.

IV
En cuanto al ramal de vía inutilizado, contaban los viejos de San Carlos que finalizaba en algún punto de Los Páramos: una extensión de terreno tan oscura como infinita. Nadie en San Carlos, ni los descendientes directos de los más feroces novicius, se había aventurado jamás al interior del llano. Todo la información que circulaba era pura habladuría cargada de contradicciones. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto de verdad había en las historias que se habían transmitido de padres a hijos. Nadie sabía cuánto era resultado de una imaginación alentada por los dibujos de un pergamino descubierto años ha bajo el sagrario de la Iglesia, cuánto resultado de nuestros propios miedos ante la visión de aquellos terrenos de colores y presencia siniestros.

V
Ni siquiera yo en aquella época habría podido contarle algo diferente de aquel monstruoso terreno, sólo lo que sus propios ojos hubieran alcanzado a ver, y eso que animado por el oscurantismo y las ambigüedades que circulaban sobre Los Páramos, pasé muchas tardes sentado bajo sol, sobre aquella derivación inconclusa, mirando a poniente, y elucubrando cómo serían en realidad aquel dichoso lugar, carcomiéndome de curiosidad. Sólo la visión del tórrido horizonte me hizo desistir de la idea de adentrarme siquiera unos kilómetros más allá. No sabría decirle por qué, aunque quizá si mira ahora a nuestro alrededor y ve lo que yo veo pueda entender que ese infinito ocre me provocara una inmensa atracción y al tiempo un escalofrío similar al que debe producir la visión de un infierno dantesco.

VI
Un edén inmerso en un averno…


Extracto de "SѤptiѤmbrѤ" de Raquel Blasco

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