8 de enero de 2009

El sillón

Suena el despertador a una hora demasiado intempestiva, para ser festivo. De un manotazo lo silencio, media vuelta en la cama, escondo la cabeza bajo la almohada y trato de sumergirme de nuevo en el estado de profundo sopor del que me ha sacado ese insistente pitido, aún a sabiendas que debo salir de casa, como mucho, en treinta minutos.

Una hora después despierto sobresaltada, miro el reloj y, sin encender la luz, salgo disparada hacia la ducha. En la carrera tropiezo con la cómoda situada a los pies de la cama. Algo cae y se hace mil pedazos contra el suelo.

Me quedo paralizada, rogando para que aquel espantoso ruido no sea lo que parece. Trato de avanzar para dar la luz y ver si…, pero no hace falta: el crujir de trocitos de esmalte bajo mis pies me indica que mi cortesana japonesa de kimono azul pasó a mejor vida.

¡Al fin en la cocina!, fatal de tiempo, a medio vestir y con el pelo mojado, tomo un jugo de naranja directamente del envase mientras se calienta el agua con la que prepararme un té. El micro pita, abro la puerta, introduzco la mano y… ¡¡¡aaaaaaahhhh!!!

Por suerte es aún temprano, la ciudad está desierta y se puede conducir a cierta velocidad. Así, pese a los primeros inconvenientes de la mañana, consigo llegar a mi cita con sólo una hora de retraso, tres de mis dedos abrasados y el pelo hecho un desastre.

Juan me espera en la esquina convenida. Un gesto renegón aparece en su cara; un encogimiento de hombros, por mi parte, lo transforma en sonrisa. Junto a él, una barbie monísima que no había visto en mi vida, y que resultó llamarse Marie.

Mientras caminamos le comento a Juan el desgraciado accidente de mi dama esmaltada. Maldice y comenta que va a estar jodido conseguir otra pieza como ésa. Palabras que me sumen más en el pesimismo de un día que comenzó malamente.

La barbie observa, lanza suspiro quejumbroso, toma aire y suelta una perorata respecto a su preciosa colección de jarrones Art Decó de Emile Gallé que tiene recluida en un vitrina, para que no sufran accidentes "evitables" como ése. Juan observa a la barbie y babea. Yo la miro con odio.

Continuamos la marcha al ritmo de la cantaleta, sin freno, que mantiene la muñequita. Habla de esto, de aquello, de lo de más allá, hasta que nombra algo que capta la atención de Juan, y se pone a describirlo con todo lujo de detalles. Juan babea incluso más que cuando la mira a ella. Yo no puedo reprimir una mueca de asombro: el rey de la modernidad baboseando por una pieza que ni de lejos se acerca a sus gustos.

De pronto algo llama mi atención. ¡Quedaría de perlas en mi cuarto! Agarro del brazo a Juan y lo arrastro tras de mí. Ella absorta en su propia conversación se queda en mitad de la calle hablando consigo misma. Juan protesta, pero yo insisto, le señalo con la mano. Sus ojos se abren como platos. Estructura metálica, tiras de cuero tensado sobre las que descansa una piel de cerdo, con sus cerditas y todo. Sonrío, contenta de haber recuperado a mi Juan, a mi Juan supermoderno, y casi estoy abrazándolo cuando unas palabras de recriminación, seguidas de un grito ensordecedor, nos saca de nuestro ensimismamiento. La tal Marie ha perdido por completo la compostura de niña pija y pega saltitos, al tiempo que señala algo. Juan se gira, exclama y palmea junto a ella. No doy crédito a mis ojos.

— ¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero! —dice ella.

— ¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero! —dice Juan.

¡Sigo sin creerlo! Aquello es espantoso. Un enorme sillón en madera cincelada, tapizado con un terciopelo que debió ser rojo sangre en otra época y que ahora, además de de calvas, tiene un par de sietes enormes, remendados sin disimulo, y un montón de mugre; eso sin contar con que sólo le quedan tres de sus cuatro patas cabriolé.

— Ahh, quedaría de muerte en mi salón —suspira ella.

— Si me siento en él, prometo no levantarme jamás — suspira Juan.

Y mientras Juan sigue profiriendo exclamaciones sobre aquel espanto, yo trato de atraer de nuevo su atención hacia mi precioso sillón. Pero ya no hay nada que hacer. Ha quedado por completo atrapado por su presencia.

— Si me siento en él, juro no levantarme jamás — repite Juan...




Suena el despertador. De un manotazo lo silencio, media vuelta en la cama, escondo la cabeza bajo la almohada y trato de sumergirme de nuevo en el estado de profundo sopor del que me ha sacado ese insistente pitido, aún a sabiendas que debo salir de casa, como mucho, en treinta minutos.

Una hora después despierto sobresaltada, miro el reloj y, sin encender la luz, salgo disparada hacia la ducha. En la carrera tropiezo con la cómoda situada a los pies de mi cama para caer sobre Juan y esa horrenda butaca que además de sus muchas lacras huele que espanta.

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