8 de enero de 2009

Lady Laura

Lady Laura
abrázame fuerte
lady Laura
y cuéntame un cuento
lady Laura
un beso otra vez
lady Laura


Pancho despierta, como todas las mañanas, con los ojos fijos en el techo por el que corren las primeras luces de la mañana. Claroscuros que se cuelan por las contraventanas que protegen los enormes ventanales de la estancia. Ventanales siempre abiertos, abiertos para que entre la brisa marina, para que la habitación se inunde con aromas de sal.

La casa se escucha en silencio. Un par de horas más y se llenará de ruidos, también de otros olores. Olor a pan, a café, a bacón y a huevos..., a su perfume. Pancho ladea la cabeza hacia el rumor de las olas que alcanzan la playa que se extiende a los pies de la casa. Una casa de piedra y madera, pintada de blanco inmaculado: contraste perfecto con el intenso azul que siempre viste el cielo. Unos minutos más y se levantará, cambiará su pijama por unos diminutos shorts para salir corriendo por uno de los miradores rumbo a las dunas más cercanas al agua, aquellas impregnadas por la humedad de las mareas.

La mañana se siente fresca. Pancho continúa en la cama, boca arriba. Ahora, con la mirada perdida en el infinito tras los batientes, imagina, en el celeste que se destila por sus rendijas, un día repleto de éxitos para sus construcciones de arena y agua. Tal vez hoy levante una enorme fortaleza, un gigantesco castillo con torres y almenas, con un foso repleto de agua. Sonríe. Sonríe y piensa en el pequeño león de poblada melena que aún se distingue en la arena, en el barco varado en tierra, devorado por aquella ola que llegó más lejos que las otras y que por un instante lo devolvió a la mar.

La manija de la puerta gira. Un dulce aroma invade la estancia y abre las contraventanas. El olor a sal se intensifica. La brisa vuela por la habitación. Pancho sonríe impaciente. Ya casi es la hora.

El olor dulzón se dirige hacia él. Pancho, nervioso, abraza los diminutos pantalones que cuelgan del cabezal de su cama. Ya es la hora.

Aferrado con fuerza a su ropa de juego Pancho se deja llevar por unos brazos firmes, suaves y perfumados. Los mismos que todos los días lo sacan de esa cama y lo visten para dejarlo con mimo al pie de la colina donde se levanta la casa, a resguardo de olas aventureras que puedan llevarse lejos ese cuerpecito que ahora sólo ansía jugar, ya no caminar.

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