2 de julio de 2008

Imagina



Imagina por un instante este espacio iluminado por la tenue luz de unas velas situadas en el centro de cada una de sus mesas. Imagina la música, que dejó de escucharse hace horas, una melodía embriagadora, y las conversaciones a media voz rotas sólo por el tintineo de hielos en el interior de algunos vasos. Imagina aquel rincón, a resguardo de toda mirada, ocupado por dos amantes que se besan mientras sus manos emprenden la búsqueda del cuerpo que ansían bajo las ropas. Ahora, cierra los ojos e imagina que eres tú quien está ahí.

Claudia gira sobre sí misma para no perder detalle de la magia que llena hasta el último de los rincones. Sus ojos no dan crédito. Ahora entiende por qué Daniel había insistido tanto en sus últimas llamadas... Pequeñas mesas de madera y metal de forma octogonal, tapices, guadamecíes, biombos con bellas estampas impresas, un par de armarios laqueados, relojes de caja, tallas policromadas dispuestas sobre capiteles a media altura, retratos de época, espejos venecianos, vidrieras emplomadas, butacas tapizadas en terciopelo púrpura..., y en el centro, colgada de la cúpula abierta en la cubierta de más de cinco metros de altura, suspendida sobre una espectacular fuente de mármol verde guatemala, una gigantesca araña de cristal.


Andrés da una nueva calada a su cigarrillo, lo mira con desprecio y lo lanza a través del ventanal situado frente a él. Sentado a una mesa repleta de vasos vacíos y pitillos a medio consumir, la incandescencia aún prendida en uno de los extremos lo atrae y no puede resistirse a seguir con la mirada el arco perfecto que describe antes de desaparecer de su vista. Sabe que está demasiado borracho, pero no le importa. Se encoge de hombros y esboza media sonrisa burlona que refleja en la colección de vasos que ha amontonado. Sonríe al tiempo que siente que su estado de ánimo combina a la perfección con aquel lugar tan lleno de cosas de otros tiempos.


Alba, unas mesas más allá, manosea sin cesar el montón de papeles esparcidos frente a ella. Es incapaz de dar crédito a la cantidad de textos incompletos que ha acumulado. Ideas inconclusas, perdidas en el laberinto de su mente y que no han encontrado una salida. Necesita volver a escribir. Ser capaz de llenar una hoja en blanco con algo más que ideas burdas y baratas. Levanta la vista y una cara allí presente se le antoja familiar.


Mario pulsa con suavidad las teclas del piano. La partitura abierta frente a él es un mero objeto decorativo. Otro más en aquel lugar tan extraño. Se sabe la melodía de memoria. No puede ser de otro modo. Las veces interpretada le han llevado a ello. Los pentagramas, sus notas, están impresos en cada uno de los dedos que mueve al ejecutarla. Toca mientras sus ojos juegan con los destellos que la enorme lámpara, que pende de la cúpula, refleja en el agua que cae de la fuente.


Julia, sentada en un rincón, a resguardo de muchas miradas, recuerda la primera vez que pisó el invernadero de la Casa Señorial, el día que comenzó a soñar con hacerlo suyo, a imaginar en qué podría convertirlo. Su aspecto entonces, aunque lamentable, difícilmente ensombrecía la majestuosidad de la construcción que en otra época, a todas luces, debió ser esplendorosa. Orientado al sur, parte de su estructura ejecutada íntegramente en hierro fundido y cristal, estaba oculta tras la fachada principal de La Casa. Las paredes, inmensas y transparentes vidrieras, sostenidas por columnas de hierro sobre las que descansaba una descomunal bóveda de cristal, encargada antaño de cobijar las especies de mayor envergadura y que ahora albergaba una monumental fuente esculpida en mármol, estaban en un lamentable estado.
Desde niña había fantaseado con dar otro tipo de vida a ese lugar. Imaginar, soñar y convertir sueños en realidades, era su trabajo. Y ahora que su último deseo vio la luz, siente que parte de ese espíritu impregna el ambiente y a cada uno de los visitantes que hoy tiene su Invernadero.


Claudia observa a los presentes, ve caras conocidas, entre ellas le gustaría haber encontrado la de Daniel, pero sabe que es imposible. Daniel..., Daniel y ese lugar que tantas veces visitaron de niños. El lugar que dio cobijo a su primer amor de adolescencia, en el que soñaron con unir sus vidas. Luego la vida los llevó por otros derroteros, a Daniel a una muerte prematura, a ella a sustituir su amor por otros que no la hicieron olvidarlo. Un empujón la saca de su ensimismamiento. Un hombre alto, atractivo y muy borracho ha chocado contra ella. La bebida que lleva en la mano cae sobre su ropa al tiempo que una sonrisa boba, pintada de efluvios alcohólicos, adorna su cara. Una torpe disculpa le revela una voz encantadora.


Andrés se levanta de la mesa a duras penas. Con él un par de vasos y un montón de colillas caen al suelo. La mujer sentada unas mesas más allá, esa que no para de manosear un montón de papeles, lo mira y él le sonríe. Le sonríe y se ríe de sí mismo. No sabe cómo puede ir esbozando sonrisas, a diestro y siniestro, cuando se siente tan rematadamente jodido. Hace meses que no le publican nada. Camina con un cigarro encendido en la boca, un vaso repleto de whisky en la otra. Siente fija en su espalda una mirada. Se gira y ve a una mujer morena, vestida de negro, con el cabello recogido en una cola que cae sobre su pecho, sentada en un lugar casi en penumbra. Le parece muy bella, da unos pasos sin mirar, algo se interpone en su camino, el contenido del vaso cae sobre su camisa, se gira y sólo es capaz de musitar una torpe disculpa. Frente a él, Claudia no puede evitar una pequeña exclamación de sorpresa.


Alba no ha perdido detalle de aquel hombre desde que se ha levantado de la mesa. Abre su bolso y saca un pequeño libro, lo gira y allí, perdida entre un montón de letras está su cara. Duda por un instante si levantarse a pedirle un autógrafo, duda el tiempo suficiente para ver cómo el hombre se gira y se queda mirando a la mujer que ocupa una diminuta mesa cerca de la barra. Ella es la forastera que pasó sus veranos de infancia en la Casa Señorial y que adquirió el Invernadero cuando estaba a punto de ser derruido. Es entonces cuando su memoria regresa a su niñez, cuando recuerda a aquella niña con coletas y su mente por primera vez en mucho tiempo se pone a trabajar en una historia con principio y fin.


Mario no puede evitar mirar al hombre que, absorta la mirada en la dueña del local, camina de espaldas hacia la mujer de cabello rojo y rizado que contempla embobada el recinto, junto a la fuente. En el sobresalto de su choque, la propietaria del Invernadero queda al alcance de su vista. Es una mujer bella, mucho, también callada. No han intercambiado demasiadas palabras, las justas para su contratación. Ella casi nunca está en el local, pasa las horas en el despacho que hay al fondo, junto a la barra. La mira y siente un irreprimible deseo de ir hacia ella. Deseo que acalla por hoy tocando una nueva melodía e imaginando cómo será su primer encuentro.


Julia fija su atención, primero en el hombre que tambaleante se dirige hacia la fuente, después en el pianista. Lo contrató hace meses porque le pareció un crimen dejar aquel fabuloso Steinway callado eternamente. Ella a duras penas sí sabía tocarlo. Algunos retazos de melodías aprendidas en su infancia. En cambio él ejecutaba las piezas con tal pasión y maestría que muchas noches, encerrada en su despacho, tenía que dejar lo que estaba haciendo porque no conseguía centrarse en otra cosa que no fuera la música. Tal vez, sólo tal vez, podría pedirle que... Y con esa idea, dándole vueltas en la cabeza, se dirige hacia él.

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