18 de julio de 2008

La mujer de mi vida



Yo me llamo Pedro y ella es Laura, y aunque en unas horas llevaremos sesenta y nueve días juntos, casi no sé nada de ella por extraño que parezca. Y no por no haber mostrado interés. Vaya si lo he mostrado, ¡desde el primer día que la vi! Sólo que las cosas siempre siguen sus propios derroteros y uno nunca puede prever qué sucederá.

La vi por primera vez en la parada de autobús del barrio. Era temprano, yo andaba medio dormido, enseguida llegó mi línea y sólo atiné a verla de refilón. De ese primer encuentro recuerdo una abundante cabellera pelirroja y unos preciosos ojos verdes.

Tengo treinta y siete años y pese a no ser mal parecido, al menos eso dicen mis compañeras de trabajo, rara vez mis escarceos amorosos han llegado más allá de una docena de citas. No sé, siempre hay algo que no acababa de cuajar y que impide que esas relaciones sean más duraderas.Sé que tengo una tendencia excesiva a hablar de mí mismo, pero claro esto resulta perfectamente comprensible si indico que hasta ahora todas las chicas con las que he salido han resultado demasiado poco habladoras. Para serles sincero, todo lo que supe de ellas lo averigüé en la primera cita. Luego pocas palabras más fui capaz de arrancarles.

Cómo decía, esa mañana un autobús me separó de la que yo presentí la mujer de mi vida. Y lo hizo porque normalmente suelo dormirme por las mañanas y consecuentemente llegar tarde al trabajo, para mosqueo de mi jefe, que yo creo lo hace adrede y me espera en la puerta de entrada para verme llegar y sermonearme con que a la próxima me expedienta me pone de patitas a la calle, que si esto, que si aquello... Y aunque soy un trabajador impecable y sé que la empresa no podría prescindir de mis servicios con facilidad, tengo que reconocer que a veces el jefe conseguía hacerme palidecer. Así que si alguna mañana, dios sabrá por qué, conseguía despertarme a la hora, ni la mujer más bella del mundo iba a impedirme llegar a tiempo al trabajo. Y eso pasó ese día, que por no hacer tarde a mi cita matutina sentí perder al amor de mi vida. Y una vez dentro de aquel transporte público sólo pude correr hacia la parte trasera y pegar mi cara contra su cristal para no perderme detalle, mientras irremisiblemente la necesidad de conservar mi empleo nos separaba para siempre.

He de indicarles también que suelo tomarme algunas cosas, sobre todo las relacionadas con el destino propio, muy a la tremenda por lo que si el autobús no hubiera ido hasta los topes de gente, juro que habría sacado el pañuelo para agitárselo en señal de despedida y para enjugarme una lagrimilla que me vi obligado a disimular como buenamente pude.

Llegué al trabajo de muy mal humor, a la hora, pero de muy mal humor. Pegué portazo y me encerré en mi despacho, signo inequívoco para mis compañeros de que ese día la falta de sueño había hecho merma en mi carácter jovial por naturaleza. A los veinte minutos de estar allí, sólo encontraba alivio en el recuerdo de mi cara pegada a aquel cristal y de su imagen emborronándose en la distancia.

A fin de tranquilizar mi espíritu decidí evocar de nuevo aquel momento arrimando la cara al cristal de mi ventana. Su tacto frío y suave me relajó hasta tal punto que me pareció verla de nuevo, allá abajo, apoyada en la marquesina de la parada de autobuses. Parpadeé varias veces para asegurarme que aquello no era un sueño y al abrir definitivamente los ojos pude convencerme de que ella estaba allí. Quise abrir la ventana y gritar para llamar su atención, pero por desgracia los ventanales de estas oficinas no se pueden abrir para evitar inoportunos suicidios del personal.Cuando me disponía a dar media vuelta para bajar raudo por las escaleras en su búsqueda, la “encantadora” secretaria del jefe reclamó mi presencia “ipso facto” en la sala de juntas. Abrí la boca, y la cerré, varias veces como un pez que intenta sobrevivir a una muerte inevitable. Y aunque inevitablemente mi fin no fue la muerte, sentí que ahora definitivamente me iba a quedar para vestir santos. ¡Por segunda vez se escapaba el amor de mis manos! Y no sería esa la última. Unas diez veces más mi mirada se cruzó con la de ella en algún punto de la ciudad. Un día incluso alcancé a oír a alguien pronunciar su nombre: Laura...

Así, visto lo visto, decidí salir en su busca. Para ello y según requería la ocasión −y ella no se merecía menos− me vestí con mis mejores galas.

Tengo que reconocer que cuando la encontré me costó animarme y dirigirle algo más que miradas. Estaba preciosa. Bajo la luz de aquella farola su pelo brillaba como un rubí. No mencionaré las emociones que me embargaron cuando sin obstáculos pude contemplar sus ojos verdes y sus labios carnosos. En cambio tengo que confesar que su vestimenta me sorprendió un tanto. Pero bueno, ya se sabe que la moda hay veces que resulta un poco extraña. Lucía unos vaqueros tan ajustados que se notaba a la perfección lo que había bajo aquella tela, y un diminuto sujetador plateado que apenas cubría la desnudez de su torso perfectamente bronceado. Me costó horrores retirar la mirada de esos senos tan perfectos, pero no quería que pensara que yo era uno de aquellos salidos que sólo busca sexo en su primera cita. No, no quería que ella pensara eso, porque ante todo yo la consideraba el amor de mi vida y la futura madre de mis hijos.

Finalmente me armé de valor, me planté frente a ella y sin dejar de mirarla a los ojos levanté la pesada maza que traía conmigo.

El ruido de los cristales haciéndose mil pedazos y cayendo al suelo fue ensordecedor. Debió despertarse medio barrio, pero sinceramente no me importó lo más mínimo, ya nada podría impedir que Laura fuera mía. La tomé con suavidad por la cintura y la invité a acompañarme en la desenfrenada carrera que emprendí hacia mi casa.

De eso hace ya sesenta y nueve días. Y aunque soy feliz a su lado, echo de menos saber más de ella. Es la mujer que amo, la mujer que elegí para traer al mundo a mis retoños y sé que nadie me obligó a ello, pero igual antes de dar ese paso, debería sentarme a su lado y con un poco de firmeza instarla a contarme más cosas sobre ella. ¿No creen?

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