17 de julio de 2008

Nana



Nana viste toda de negro. Su pelo, negro. Los zapatos, negros. Hasta el tirante de la enagua que asoma por el escote de su vestido negro es negro. Sólo el rubor de las mejillas y el blanco de su piel rompen esa monotonía de color.

—Cuarenta y ocho años son muchos años. Siempre pensé que yo sería la primera.

Son las primeras palabras que salen de su boca desde que abandonamos la estación. La miro, sin disimulos, abiertamente. Sus ojos se nublan. Desvío la mirada. A Nana no le gusta que la vean llorar.

Nana habla con la mirada fija en un punto de su pasado que yo desconozco. Habla y juguetea con el cierre del bolso que descansa en su regazo. Ese bolso que me encanta registrar, desde niña, en busca de caramelos. Y de repente la veo corriendo tras de mí por los campos de naranjos, con un vaso de leche tibia en la mano. Que diferente se ve de aquella mujer, a pesar de la lucidez que no la abandona, de su cabellos sin canas.

— Lo conocí aquí. Yo estaba de vacaciones con mis abuelos. Él era amigo de mi tío y venía casi todos los días a la casa. Pasaban horas sentados en el salón hablando de política. Yo hacía compañía a mi abuela, siempre con un libro en la mano, siempre con la cabeza puesta en lo que haría al terminar mis estudios. Durante ese tiempo no demostró por mí mayor interés que el de tenerme como compañera de cartas en las tardes de lluvia. Y yo, yo tampoco le presté mayor atención: mi corazón aún no tenía edad para el amor y él…, él era demasiado alto para mí.

Nana se gira hacia mí y sonríe. No puedo evitar una exclamación de sorpresa. Sabe lo que estoy pensando. Arquea sus cejas en un gesto divertido y su cara recobra por un instante la juventud de antaño. ¿Qué ha sido de aquella mujer chiquita, vivaracha, de energía inagotable que se peleaba constantemente conmigo por la comida? Sólo sus ojos parecen no haber envejecido.

— Días antes de mi regreso me invitó al cine. Pensé que lo hacía más por deferencia a mi tío que por interés hacia mí. Y así se lo hice saber. Y él no dijo nada. Era el primer hombre con el que salía sola de paseo. Ya sabes, entonces no era como ahora. Fue divertido.
Días después, en la estación, al disponerme a subir al tren que me llevaría a casa, me preguntó si podía escribirme. Mientras me ponía de puntillas para depositar un beso en su mejilla, le dije que sí.

Nana calla. Sus manos juegan con la alianza que baila en sus ahora consumidos dedos. La de él cuelga de la cadenita que lleva en el cuello.

— Intercambiamos muchas cartas. En ellas contaba cómo iban las cosas por su ciudad; ni una sola palabra que hiciera entrever sus sentimientos hacia mí. Y yo, yo le hablaba de mi deseo de convertirme en una mujer de negocios. Si la abuela no hubiera enfermado nunca nos hubiéramos vuelto a ver.
El día que la enterramos me pidió en matrimonio. Mi corazón dio un vuelco, toda yo temblaba. ¿Cómo era posible descubrirse así de repente? Aún hoy no lo entiendo...
Lo he querido como pocas veces se quiere en la vida. Él me amaba y me entendía como nadie y ahora… ahora no sé que hacer sin él.

Nana se lleva la mano al cuello y agarra con fuerza la alianza que pende de él. Sus ojos se enturbian y las lágrimas caen sin control sobre su alma.

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