11 de julio de 2008

La casa de muñecas

Siendo yo pequeña, mi padre compró una enorme bola de cristal en cuyo interior se alojaba la casa en miniatura más bonita que yo había visto jamás. Puesta a buen recaudo, lejos de mis torpes manos, en lo alto de un estante de la biblioteca, no se me permitía tocarla.

Cuando el sol que penetraba a través de las vidrieras rozaba su superficie resplandecía en miles de destellos multicolores, por eso no era extraño encontrarme encaramada de puntillas en lo alto de una silla con los ojos fijos en ella. Así pasaba tardes enteras, mirándola hipnotizada, intentando descubrir algún nuevo detalle que hasta ese momento me hubiese pasado desapercibido y suspirando porque llegara pronto el día en que pudiera tenerla entre mis manos.

Era una preciosa casa de ladrillo rojo y techumbres negras, con diminutas ventanas a través de las cuales se divisaban estancias ricamente engalanadas. Rojos, amarillos, negros, dorados, verdes, azules. Ningún color parecía faltar en su interior. Sólo una de las habitaciones estaba sumida en la oscuridad más absoluta. Por más que forzaba mis ojos no alcanzaba a distinguir nada. Y no era sólo por la falta de luz: a veces tenía la impresión de que una densa nube de polvo era lo que me impedía ver más allá de sus cristales.


Una tarde, al entrar en la biblioteca la vi sobre la mesa y sin pensarlo la tomé entre mis manos. El frío contacto del vidrio me sorprendió. De tanto observarla la había imaginado cálida. La apreté contra mi pecho y corrí a esconderme detrás de una de las pesadas cortinas que cubrían los ventanales. Sólo cuando mi corazón dejó de palpitar tan fuerte que me retumbaban los oídos, me sentí con ánimos para bajar los ojos y mirarla. ¡Qué bonita era! Mil veces más bonita de lo que parecía sobre aquel estante. La giré y la giré entre mis manos durante un buen rato, hasta que un pequeño rayo de sol iluminó una de las ventanas de la parte alta. Un rayito de sol que por un instante pareció dotar de vida a un minúsculo rincón de aquella estancia. Pero no alcancé a ver más: la bola resbaló entre mis manos y fue a estrellarse contra el suelo partiéndose en mil pedazos. Mi corazón se paró, mis pulmones dejaron de tomar aire y un sepulcral silencio lo envolvió todo. De la parte alta de la casa desprovista de su protección cristalina se escapaba una densa nube de polvo…

Cuando me aventuré a abrir los ojos tras el desastre la oscuridad era total en la biblioteca. Tenía que recoger todos los fragmentos y ocultarlos antes de que alguien los viera. Separé con cuidado las cortinas, asomé la cabeza para cerciorarme de que estaba sola y fue entonces cuando reparé en la tenue luz que iluminaba uno de los rincones de la sala. Muerta de curiosidad, me acerqué descubriendo con asombro que ésta procedía del interior de una enorme casa de muñecas.

¡No podía creerme lo que estaba viendo! Cerré los ojos, conté hasta diez, volví a abrirlos y... ¡la casa era igualita a la de la bola de cristal…!, sólo que por sus ventanales podía ver con claridad lo que en la otra apenas divisaba: estancias ricamente decoradas, suelos cubiertos de alfombras, techos de madera, lámparas de cristal, colosales puertas de tiradores metálicos, chimeneas de mármol y una majestuosa escalera por la que se accedía a la parte superior de la casa. Pero no todo estaba iluminado, una habitación en la parte alta se encontraba a oscuras, ni una pizquita de luz se escapaba por sus ventanas. Pegué mi nariz a una de ellas con la esperanza de poder distinguir algo, pero nada, no se veía absolutamente nada. Quizá con una linterna… Recordaba haber visto una en la cocina, pero no iba a ser yo la que fuera hasta allí a buscarla. Igual en alguno de los cajones del escritorio de mi padre, aunque tendría que buscarla a oscuras. No podía dar la luz de la biblioteca. Si descubrían que había roto su preciado tesoro, me castigaría de por vida.
No me hizo demasiada gracia tener que buscar a tientas, tropezar o tirar algo hubiera sido igual que ponerme a gritar: ¡estoy en la biblioteca y he roto la bola de cristal de papá!

Por desgracia en los cajones sólo encontré papeles. No me quedaba más remedio que armarme de valor y salir en su busca. Abrí la puerta sigilosamente. No había moros en la costa. De puntillas, intentando no hacer ruido me dirigí a la cocina; dentro trajinaba mi abuela. Tenía que pensar algo...

− Nona, necesito una linterna, se me ha caído una cosa debajo del sofá de la biblioteca y no la veo, ¿sabes dónde la guarda mamá?

Me la dio sin decir nada, pero en el momento en que me daba la vuelta para marcharme me preguntó:

− ¿En la biblioteca? ¿Y qué haces tú en la biblioteca?

¡Mira que decirle que estaba en la biblioteca! ¡Menuda ocurrencia la mía!

− Nada −contesté y con la linterna bien sujeta corrí junto a la casa de muñecas. Me arrodillé, apunté hacia ella y… la linterna no se encendió. Aquello era increíble. Tanto arriesgarme para nada.
De repente un haz de luz se proyectó contra el fondo de la biblioteca. ¡Funcionaba! Con cuidado lo dirigí hacia la ventana que quedaba justo frente a mí. No conseguir ver nada. Una a una recorrí sus ventanas pero tampoco pude distinguir nada. Cuando ya había perdido toda esperanza un pequeño rayo de luz iluminó un rincón de la estancia. Allí, una niña arrodillada en el suelo alumbraba con una linterna una preciosa casa de muñecas.

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